viernes, 26 de octubre de 2007

Las Mil Estelas del Arco Iris [Parte II]

En Nueva York, un puente es como una eterna cuerda de violín donde la música une el cielo con el infierno. En un lado suena un triste réquiem; en el otro, una ópera estruendosa. El viajero abandona el Bronx y se adentra en la zona noble de Queens, cambiando harapos por etiqueta; y pobreza por fastuosidad. Andamos sobre las aguas, y pusimos pie en calles donde la exquisitez se respira, y las mansiones lucen arte en el jardín. Bastaron diez minutos para convertir panes en peces. Palabra de arquero.

A medida que avanzamos por Queens, la esencia sumó una letra y se esparció en los mil colores que emana América Latina. Los latinos suman en Nueva York una comunidad que supera los cuatro millones. La mayoría, encontró casa y patria en Queens. Allí, hay barrios donde hay calles, tiendas y comida. Nada de streets, shops and food. Son barrios llenos de azul y amarillo; de rojo y verde. Allí hay picante y sabor; música y color. El guía, colombiano, elevó su voz en grito, y proclamó que nadie como los latinos. "Salgan, sigan el rastro, y degusten una empanada". Les diré algo. Eran las 12, el estómago rugía, y nada como una empanada. No era USA. Era Colombia, Perú, o México lindo. Un detalle más. Queens también tiene equipo de baseball: Los New York Mets. Pasamos al lado del Shea Stadium. Es la casa donde batean Castro, Delgado, Castillo y Hernández. Comparten con los Yankees logo y color azul, pero donde había blanco, hay tono anaranjado. Y nada de "Come on!". En Queens el grito de guerra comienza por "¡Vamos!"

Dejamos Queens, para aterrizar en Brooklyn. Entre todas las leyendas, el guía eligió la de los judíos ortodoxos. Me lo cuentan, y no me lo creo. En Nueva York habita una Comunidad que ha plantado cara al discurrir del tiempo, y que ha grabado sus leyes en los rostros de la gente. Recuerdo a los judíos, vestidos de negro, ataviados con sombrero, largos chaquetones y camisa abotonada hasta el cuello. Recuerdo su extraño peinado, con poco pelo en el centro, y largas trenzas en los lados. Les recuerdo mercadeando en plena calle, y construyendo casetas de madera, anunciando tiempos de rezo y clausura para todos. Lo que no recuerdo es su mirada. Siempre la escondían de nuestro alcance. Tal vez sea una forma de pedir respeto, y de decirle al visitante que está atravesando Tierra Santa. Ni les conozco ni les juzgo. Decidieron vivir en otro Mundo; en otro Tiempo. Que así sea.

La excursión acabó en China. Podría decir Chinatown, pero digo China. Porque si no caí en plena China, que me maten ahora mismo. Ruido, pescado, humo, arroz, símbolos chinos, templos, y gente, mucha gente. Era China, pintada de rojo. El olor era distinto, mucho más fuerte y condensado que el del resto de Manhattan. Visitamos puestos ambulantes, donde la clandestinidad, las puertas secretas, las miradas desconfiadas y el regateo están a la orden del día. Queríamos poner a prueba la fama de las imitaciones. Allí, se vende más de lo que se enseña. Se tiene más de lo que se cree. Uno puede salir del puesto, y ver como el vendedor recorre dos calles para contraofertar. Es el precio, y el dinero, lo que da o quita poder.

Al lado de Chinatown comienza Little Italy. Era volver a Europa, por unos instantes. Las calles eran atravesadas de punta a punta por enormes banderas italianas. El reloj marcaba las 2 de la tarde. Comimos en un pequeño restaurante, donde nos sirvieron pasta, pan con aceite y postres de artesanía. Todo, magnífico, todo cercano. Hasta el Sol presentaba sus rayos con aire Mediterráneo.


Comenzamos la tarde paseando por calles ya conocidas, mientras nos acercábamos a uno de los símbolos de Nueva York: El Puente de Brooklyn. Ya se lo dije al principio de este relato. Hay puentes que unen mundos, como éste. Nosotros llegamos desde Manhattan, atravesamos sus enormes arcos, y tomamos posición en el centro para ser sorprendidos por el atardecer. Allí nos acomodamos, y elegimos matar el día disfrutando del mejor mirador de Manhattan. Hay mucha belleza en este mundo para el que se molesta en observar. Observamos serenos, dejando pasar las horas, hasta que el Sol se despidió de nosotros, sumergiendo a Manhattan en el cálido baño de los últimos rayos; tiñendo de rosa el horizonte, y oscureciendo Brooklyn. Curiosa manera de repartir las cartas, ¿No creen?


Ángel.

viernes, 19 de octubre de 2007

Las Mil Estelas del Arco Iris [Parte I]

Si Nueva York fuera un Arco Iris, Manhattan sería su estela más brillante. Es tal la luz que proyecta la isla, que resulta tentador olvidar que sólo es una de las cinco partes que forman la ciudad. Mas allá; a norte, sur y este, Nueva York se extiende por caminos anchos y desprotegidos, dejando al viajero en manos de tierras raciales y de tez mucho más ruda y oscura. El martes era día para salir a explorar más allá de Manhattan. Contábamos con guía, autocar, compañeros de viaje y cuatro horas por delante. El recorrido cubría, básicamente, cuatro zonas: El distrito del Bronx, el área latina de Queens, el barrio judío de Brooklyn y, finalmente, el Chinatown. Tras recoger a todo el personal por distintos puntos de Manhattan, el autobús comenzó a avanzar lentamente, buscando el norte, con objeto de dejar atrás la isla, atravesar Harlem, y penetrar en la temida y peligrosa zona sureña del Bronx.

Si mirásemos Nueva York desde el cielo, veríamos que Manhattan es un brazo alargado y afilado, que atraviesa sin contemplaciones el dañado corazón del Bronx. El visitante, al llegar al distrito, lo hace desde el sur, aterrizando en barrios donde la delincuencia, las bandas callejeras, las drogas y la inestabilidad social han marcado de por vida un paisaje difícil de recuperar. La zona huele a cansancio, desgaste y depresión. Allí, un colegio recibe a alumnos armados, y los esconde del mundo mediante ventanas llenas de rejas. La pobreza no se ve, pero se atisba. El peligro se esconde, y adopta forma de vacío y ausencia de vida en las calles. La sangre y el grito descansan de día, guardando fuerzas para la noche. El Bronx, a simple vista, no parece más peligroso que otras ciudades conflictivas, pero su forma de retener el aire es difícil de explicar.

Dentro del paisaje, las áreas de beneficiencia toman capital importancia. La pobreza y la falta de oportunidades ha llevado a muchas mujeres a recurrir a la ayuda social para salir adelante. Son enormes las colas para obtener comida, ropa o limosna. El problema va más allá, y acaba en una diabólica espiral en la que las jóvenes son obligadas por sus madres a tener hijos para recibir más ayudas, renunciando éstas a trabajar para no perder la beneficiencia. Esto también es Nueva York.

Explicó el guía que el Estado se muestra tan comprensivo como contundente al enfrentarse a la delincuencia en este área. Organiza programas de reinsención social con el mismo rigor que usa sus armas para aplastar a las bandas callejeras. Afirmó, sin inmutarse, que "Si unos delincuentes secuestran un edificio, el Estado enviará a la policía. Si la policía fracasa, enviará a los SWAT. Si los SWAT no son suficientes, enviará a la guardia nacional. Y si ésta tampoco lo es, enviará un F16 para que vuele el edificio. Nada, absolutamente nada, es más fuerte que el Estado" Esto es literal. Éste es el frío e implacable concepto americano de la seguridad. El Estado por encima del individuo. Y al que no le guste, que no mire. Difícil de asimilar, lo sé.

El Bronx es la cuna de los Yankees, legendario equipo de baseball, cuyo símbolo, formado por una N y una Y entremezcladas, trasciende el deporte, y se convierte en santo y seña de esta parte de la ciudad. Fue en el Yankee Stadium donde hicimos la primera parada de la excursión. Contó el guía que pocos equipos en el mundo cuentan con una afición como la de este equipo. Cuando juegan los Yankees, el estadio reúne en sus gradas a miles de voces que, por unas horas, olvidan momentos vividos, cierran heridas abiertas, y saltan y gritan junto a sus vecinos. La devoción va tan lejos que, cerca del estadio, hay un gran mural pintado en una pared con leyendas del calado de Babe Ruth o Joe Dimaggio. Uno pensaría que esto es normal, hasta que comprende el significado que tiene un graffiti para un ciudadano del Bronx. Allí, un graffiti es el homenaje a un caído, algo así como una gran lápida en la que la austeridad de un cementerio es sustituida por la más enérgica e incontenible demostración de arte.

Inesperadamente, el Bronx se convirtió en un gigantesco museo, en el que las paredes eran lienzos, y los murales, obras de culto. Así, llegamos al impresionante Graffiti dedicado a Big Punisher, un legendario rapero de origen portorriqueño, exponente máximo de la cultura más arraigada del distrito. El Bronx es la calle pura y dura, desprotegida de maquillaje, y entregada en manos de bandas violentas. Allí, la ley la marca la fuerza. Big Pun no es sólo adorado por ser un formidable rapero. El orondo artista creció en la calle, y bebió de ella antes de cantar. El mural que le recuerda está en un punto donde las vías del tren recorren el aire, y donde los cables de luz están llenos de zapatillas, símbolos de humillación para aquellos que caen en manos de una banda rival.

El autocar avanzaba, para salir del Bronx, acariciando un asfalto lastrado por demasiadas cicatrices. La voz del guía, lejana, nos habló de un joven africano que murió tiroteado en plena calle. La policía buscaba a un violador; él estaba en el sitio equivocado, echó a correr y perdió la vida tras recibir 41 disparos. Llevaba unos pocos días en la ciudad. Fue en busca de un sueño, y le arrancaron la luz y la existencia. Por los siglos de los siglos. Amén.

"...41 shots....and we'll take that ride. Cross this bloody river to the other side..."

Ángel

miércoles, 17 de octubre de 2007

Surcos

Naledú era una solitaria aldea gallega donde Carlos y su familia solían pasar sus vacaciones. Allí se sumergían en un largo baño de tranquilidad y descanso, alejados de las prisas y el nerviosismo reinantes en la gran ciudad. Como todas las mañanas, Isabel, la abuela de Carlos, se levantó la primera. Fue hacia un pilón de agua y llenó una palangana azul para lavarse la cara. A continuación, se dirigió hacia la vieja cocina de leña y la alimentó con los leños y maderos que Julián, primo de la familia y dueño de la casa en la que habitaban, había recogido la tarde anterior.

Cuando Carlos despertó de sus sueños vio a Sonia, la gata de Julián, durmiendo al pie de su cama. Era una gata linda, negra y misteriosa, cuyos silenciosos ronquidos acompañaban al único sonido que emitía aquella vieja habitación, el revoloteo de una mosca que agotaba sus últimos segundos de vida sin saber que en breve iba a ser aplastada por una zapatilla. Siempre que abría los ojos, el joven se entretenía examinando las caprichosas formas que la humedad había dibujado en aquellas paredes sin pintar. Donde hoy descubría la cara de un tigre, mañana se posaba el nido de un avestruz, y donde ayer le había parecido ver la silueta de sus añorados amigos, hoy se encontraba con la imagen de un desgastado violín.

Al entrar en la cocina, Carlos percibió los mismos olores, colores y sensaciones de todos los días. El olor a leña y café, el negro de unas paredes manchadas por el tiempo y el humo y, sobretodo, aquel remolino de polvo que se formaba a través de los rayos de sol que se colaban por la ventana como lanzas en la oscuridad. Fuera, entre los lejanos gritos de las aldeanas, los berridos de las ovejas y el fresco despertar de aquellas tierras, se divisaba un amenazante grupo de nubes que ponía en peligro el ya típico paseo vespertino con la familia.

Tras una copiosa comida en la que los Díaz degustaron un tradicional cocido, llegó la tarde y, con ella, la temida lluvia. Un televisor que a duras penas sintonizaba los canales locales y una envejecida y desgastada baraja de cartas se presentaban como las únicas armas contra las que combatir el aburrimiento, hasta que una voz familiar saludó desde el rellano. Era don Casimiro, el más viejo de la estirpe de la madre de Carlos.

-Buenas tardes nos dé Dios –dijo don Casimiro-.
-Buenas tardes, tío. –respondió Luisa, la madre de Carlos-. Pase dentro, no vaya a congelarse de frío, y tome un vaso de vino.
-De acuerdo, hija pero, si no es molestia, pon algo para mojar, que a estas horas el estómago siempre cruje.

Luisa sacó una caja de galletas ante la desaprobatoria mirada de Carlos, quien veía peligrar el desayuno del día siguiente. El chico sabía que don Casimiro siempre contaba interesantes historias sobre la guerra civil, pero ya se las sabía todas de memoria. Dos horas después de su llegada, el vino empezó a hacer su efecto, y los relatos en los que el anciano volvía a recorrer bosques infestados de lobos y soldados extraviados comenzaron a rebotar en el techo como piedras en el agua, para después hundirse en los abismos del olvido de los presentes.

Se acercaba la noche, y la lluvia no hacía sino arreciar. Alimentado por el vino y el espectral paisaje que formaba la oscuridad, don Casimiro cambió de improvisto el tono de su voz. Esta se hizo profunda y grave. Oscura y misteriosa. Atentando contra su perpetuo refugio en la guerra, el viejo se sacó de la manga un fantasmal relato que se hizo famoso entre los lugareños en años ya borrados por el franquismo. En él se contaba la historia de don Pascual, un hombre al que una manada de lobos le arrebató a su único hijo, y que vivió desde entonces torturado por el tormento de la soledad.

“Cuando era niño, era habitual que en los días de lluvia se mencionara a don Pascual. Hombre desgraciado, aquél. Recuerdo que, al llevar a las ovejas a pastar, mi hermano y yo pasábamos al lado de su casa, perdida en el monte, y lo encontrábamos sentado en la soledad, mirando hacia ninguna parte. Muchas veces, las lágrimas le empañaban los ojos, escondiéndolos de la voracidad de los curiosos, pero jamás, repito, jamás, se olvidó de darnos los buenos días. Pues bien, familia. –don Casimiro dio un sorbo a su vaso de vino y prosiguió- Contaban los vecinos que una noche de lluvia, como tantas otras, don Pascual oyó extraños ruidos en el exterior. Al salir fuera, pisó su extenso huerto y vio un surco perfectamente trazado en forma de cruz. Un trabajo tan meticuloso no podía ser obra de la lluvia, y no había en el pueblo nadie capaz de hacer algo así en una sola tarde. El aldeano siguió el surco y, a lo lejos, vio la silueta de un adolescente, de unos 14 años, que le saludaba con la mano. Aterrorizado, con un candil en la mano, se acercó a él. Su rostro aún era una sombra extraña en aquella noche de tormenta, pero la voz que le traía el viento le resultaba extrañamente familiar. A un metro de él, don Pascual se detuvo, alzó su brazo y, al ver lo que la luz le mostraba, perdió el conocimiento y cayó en medio del barro. Instantes después, don Pascual despertó y allí ya no había nadie. Lo que había visto era la cara del hijo que había perdido diez años atrás. Estaba intacto, igual que había abandonado este mundo en dirección al otro. Mantenía su alegre y jovial expresión, y parecía feliz. Extrañamente feliz. Desde aquel día, don Pascual salió cada noche para reencontrarse con su hijo, pero este nunca acudió. Siempre que lo hacía, levantaba los ojos hacia el cielo y veía a las estrellas formando un enjambre. Y en el centro del mismo, una brillaba más que el resto. Y no para el mundo. Brillaba para él..”

En ese momento, la voz de don Casimiro se apagó, deteniendo su relato. La familia le observaba extasiada; hipnotizada por una historia tan irreal y real como las leyendas que viven y mueren en los corazones, alejadas de los ojos que no las quieren ver.

-Bueno, familia, os dejo ya, que se hace tarde y la lluvia no da tregua –dijo don Casimiro, interrumpiendo unos minutos de triste silencio-.
-Quédese a cenar si quiere –atajó Luisa, tal vez esperanzada de que la de don Pascual no era la única historia que ocultaba el anciano-. Hay comida de sobras.
-No, gracias hija. Hace mucho que no paseo bajo la lluvia. Y a veces viene bien para olvidar.. y para recordar.

Una vez dijo eso, don Casimiro desapareció bajo la lluvia dejando un rastro que no se iría en lo que quedaba de noche. Poco cenaron los Díaz. Menos aún Carlos que, escondido entre sus padres, parecía querer ocultarse de la noche. De las leyendas. De don Pascual y su hijo.

Después de una corta tertulia a la luz de una hoguera, la familia se dispuso a acostarse. Carlos, en su cama, se sentía intranquilo. Tal vez era por la historia que había escuchado, o quizás era simplemente que la lluvia no le dejaba dormir, pero las horas pasaron lentamente sin que el joven fuera capaz de conciliar el sueño. Serían las 5 de la mañana cuando se levantó a por agua. Recorrió el pasillo paralizado por el miedo, temeroso de enfrentarse a lo que le perseguía desde esa tarde. Al llegar a la cocina, notó que sus brazos no le respondían y, en lugar de acercarse al grifo, le obligaban a abrir la puerta que daba al exterior. Una vez allí, un extraño olor a tierra mojada le invadió por completo. Dirigió su mirada a lo lejos y vio que alguien le señalaba el cielo. Allí brillaba una estrella con tanta fuerza que ni las nubes la ocultaban. Entonces, volvió a mirar hacia el camino. Pero ya no había nadie.

Ángel (01/01/2004)

domingo, 14 de octubre de 2007

La Mirada de Dios

El Downtown, o zona sur de Manhattan, cierra filas ante el mar tras un ejército de rascacielos. Es allí donde se ubica el centro económico de Nueva York, engalanado en el pasado por las Torres Gemelas, y marcado eternamente por el vuelo de dos pájaros de fuego. Una calle ensombrecida llamada Wall Street, que se protege del Sol entre colosos, es capital y símbolo de este imperio financiero. Allí, es destino del caminante toparse con la sede de la Bolsa, el ancestral edificio de la Reserva Federal Americana y, ante todo, con la fuerza de un escenario donde el dinero lo mueve todo a una velocidad superior a la normal.

Con las energías al mínimo, optamos por comer en un McDonalds donde la normalidad fue interrumpida por el pasado. A punto de terminar, una joven comenzó a tocar el piano, adornando la entrada de una extraña mujer. Tendría 70 años, y era una Bette Davis decadente, regada con gotas de dama victoriana. Tomó asiento, desprendió aroma de otros tiempos y llenó de elegancia y delirio el restaurante. Preparó su mesa, tal vez esperando que le sirvieran el té de las 5. Se puso a leer y olvidó donde estaba. De no ser por mi amiga Tere, habría olvidado su bolso. Tal vez le habría dado igual. Ya se dejó la vida en otra ocasión. Fue imposible salir sin mirarla y decir "Good Bye".

Hubo paseo de sobremesa, alguna tienda, nuevo barrido a la Zona Cero y, para acabar, visita al Winter Garden. Jardín e Invierno. Imposible definir mejor un universo de cristal, en el que la luz rompe las claraboyas para llenar de claridad y grandeza lo que estaba destinado a ser un simple centro comercial. Visto desde fuera, el Winter Garden es un arco que se hace pequeño entre rascacielos. Desde dentro, un inmenso jardín rodeado por gigantescas ventanas, donde el suelo es un lago cristalino, en el que todo se refleja y da lástima pisar.

El día avanzaba, guardando con papel de regalo nuestro último destino. Nuestro aliento había volado muy alto al ver La Estatua de la Libertad, así que decidimos subir a buscarlo al mismo cielo. Nueva York es ciudad de muchos príncipes y un solo Rey. Su estandarte, aquel que atraviesa las nubes como una daga de acero, es un imperial edificio que responde al nombre de Empire State Building. 102 plantas. 443 metros de altura. ¿Subimos?

Subir al Empire State es experiencia obligada para cualquier visitante. Ver la ciudad desde su cima es el sueño de muchos ojos. Unos prefieren el día para desafiar el horizonte; otros, la noche para dejarse llevar. Nosotros elegimos ser soñadores. Hicimos cola para recoger la entrada, salimos de allí, y volvimos más tarde con la noche cerrada como telón. Al entrar, nos tomaron una instantánea para el montaje de rigor. Subimos en un ascensor, que recorrió parte de las plantas. Después, cogimos otro. Miramos el número. 86.

Al bajar, y salir fuera, vimos pocos huecos y demasiada gente. El mirador está habilitado en forma de gran balcón, con una alta reja como protección. Un par de minutos bastaron para recorrerlo, encontrar sitio, y lanzar nuestra mirada hacia fuera. Es imposible explicar lo que se siente mirando el mundo desde las alturas. Todo parece minúsculo e intrascendente. La Ciudad es un gran puzzle que acabamos de hacer con las manos. Los coches son puntos de luz. Las personas, simplemente, no existen. ¿Será esa la mirada de Dios? Mereció la pena poder ver. Hoy la merece poder recordar. Yo recuerdo paz, y silencio. ¿Y vosotros? Recuerdo que charlamos distendidamente con un guardia puertorriqueño. Puso nombre a las miniaturas. ¿Qué es aquello, el puente de Brooklin? ¿Y aquello otro? Qué triste fue bajar de allí. Qué triste volver a ser persona.

Volver al hotel fue intrascendente. Como lo fue ir a cenar. Como lo fueron el edificio Chrysler y la Estación de Tren. Como lo fue pasear hasta una ONU vigilada por todas partes, para verla de noche, hacerle una foto, y provocar que la policía nos echara de la zona. Nada en este mundo importa, cuando uno ha creido ver lo que ve Dios cada día desde las alturas.

Ángel.

Monstruos y Princesas


La carrera de David Cronenberg define a un autor obsesionado por penetrar en los infiernos más recóndidos del alma. Tal obsesión le ha llevado a recorrer caminos tan profundos como perturbadores, a marcar un estilo casi extremista, y a ser, por derecho propio, uno de los grandes cirujanos que ha dado el Séptimo Arte. El aparente cambio de estilo que ha trazado el director canadiense al rodar Una Historia de Violencia, y Promesas del Este hace posible la pérdida de un hilo que me parece esencial para entender estas dos películas : Cronenberg es un autor cuyo cine ha mirado, mira y mirará dentro del ser humano hasta las últimas consecuencias.

Dejando a un lado su magistral predecesora, y centrándonos en lo que nos ocupa, creo que es trabajo del espectador emular al propio director y mirar más allá de lo que tiene delante. Promesas del Este parte de la desgracia de una inmigrante ucraniana en pleno Londres, y recrea una triste y desesperanzadora fábula, en la que la monstruosidad humana y la irreversibilidad de los actos copan el discurso del director. Usa Cronenberg un estilo frío y distante, donde sexo y violencia son filmados con indiferencia, sin coreografías, tirando de crudeza y aplicando la misma normalidad que en una comida familiar.

Cronenberg aprovecha el film para lanzar una mirada sobre las prácticas de la mafia rusa, que controla el tráfico clandestino de mercancías, protege su modo de vida, y ajusta cuentas con la determinación de siempre; todo ello mientras se detiene en la mirada que emerge desde dentro (Viggo Mortensen), y desde fuera (Naomi Watts). Promesas del Este transcurre en Navidad, con Londres como gélido escenario. Allí, Armin Mueller-Stahl es Semyon, un Vito Corleone bañado en vodka helado, que, refugiado en su implacable código ético, protege secretos mientras se muestra incapaz de delegar en su hijo Kirill, príncipe caprichoso y desviado al que da vida un convincente Vincent Cassell.

Viggo Mortensen vuelve, tras Una Historia de Violencia, a rodar con David Cronenberg. En esta ocasión, repite al ejercer de personaje bipolar, que actúa como héroe y redentor en la sombra, mientras sacrifica un alma ya vendida con antelación. Su rol como protector de Cassell y Watts nos confirma que el actor neoyorkino sigue creciendo, cada vez más cómodo en papeles de compleja definición moral, y que empieza a consolidar su nombre como uno de los más importantes del panorama actual.

Naomi Watts, por su parte, adopta la mirada virgen e inocente que, desconcertada ante la presencia de un mundo tan desconocido como diabólico, e incapaz de arrodillarse ante un enemigo superior a ella, busca ser salvada y salvadora ante las fauces del mal. El recuerdo de Tatiana, joven desgraciada que, desde su ausencia, marca el desarrollo del personaje de Watts y de la película, sirve, a través de un diario y una recién nacida, para cruzar el bien con el mal. La adolescente deja tras de sí un doble testamento: el recuerdo de miles de princesas destronadas y vejadas, que abandonaron sus tierras por promesas que resultaron ser trampas mortales; pero también el de las herederas que, con la ayuda de un ángel salvador, acaban dibujando la sonrisa en tan desesperanzadora realidad.

Cronenberg retrata monstruos y princesas que no lo parecen, mostrándose maduro y austero en el retrato, pero implacable y profundo en su enésima búsqueda del trasfondo del ser humano. Siendo uno de los pocos cineastas que merece el título de autor con mayúsculas, bien merece la pena fijar la vista y buscarle por todos los rincones de la película.

Ángel

lunes, 8 de octubre de 2007

La Gran Dama de América

Lunes, y no domingo. Agua fría en los ojos, y no baño caliente. Café para llevar, y no para degustar. Carrera frenética, y no paseo. Estrés, y no calma. Corbata de oficina, y no de misa. Gritos, y no susurros. Nueva York, 7:00 A.M.

Las vacaciones tienen algo de perverso. Son un cine en el que proyectan un documental sobre tu día a día, pero aliñado con el privilegio de mirar desde fuera. Aun cerca del mundanal ruido, uno no es parte de la ciudad, sino un turista que se acerca a un entrañable agente de policía para hacerse una foto con él. A propósito, ¿Creen que se molestó? Deberían haberle visto diciendo "Say Money", mientras miraba sonriente al objetivo.

Era una jornada sin número en el calendario. Los mitos de la ciudad salían a nuestro paso, hundiendo las huellas del pasado en mares de aliento contenido. Recortando su silueta en medio del mar, esperaba en medio de su islote la Estatua de la Libertad. Llegar hasta ella implicaba cruzar la ciudad de norte a sur, llegar hasta el puerto y coger un Ferry. Hartos de esperar el autobús, bajamos al subsuelo para coger el metro. En Nueva York, el tren subterráneo hace honor a su naturaleza e, incapaz de competir ante el deslumbrante espectáculo de las calles, serpentea vestido de tren gastado y meramente funcional. Tras un rápido trayecto, alcanzamos el Downtown y, tras pasar por una Zona Cero que trabaja contrarreloj por rellenar su vacío con ruido y hormigón, encontramos sin problemas el sendero hacia el muelle.

La cola de espera fue bastante más corta de lo previsto, y pronto montamos en el Ferry que nos conduciría hasta la Estatua de la Libertad. Navegamos durante poco tiempo, que fue suficiente para observar la curiosidad del turista oriental. Es éste un ser con una fuerte tendencia a fotografiarlo absolutamente todo. Da igual retratar un rascacielos que el pantalón del vecino. Todo merece un golpe de flash.

Poco a poco, entre la caricia del Sol y el vaivén de las olas, fuimos alejándonos de Manhattan y llegando a nuestro destino. Las vistas de la ciudad eran suaves y espléndidas desde el Mar, pero incomparables a lo que estaba por venir. Sobre un altar estrellado, vestida con túnica de piedra, se alzaba, altiva y orgullosa, la Gran Dama de América. Observando a los navegantes con indiferente mirada, la Estatua custodia la ciudad, alzando su antorcha sagrada en busca de la llama del Sol. Uno se siente la nada al presentarse ante ella. Más que a una gran talla, uno vé a la emperatriz que libera al esclavo mostrándole el Oceano. Da igual que sea 4 de Julio o 20 de Noviembre, pero ya he reservado otro momento para verla por última vez.

Tras hacer fotos, visitar una tienda y tomar un granizado, abandonamos tierra firme. El ferry nos conduciría hacia Ellis Island, un islote situado en el puerto de Nueva York que acabó siendo, a finales del Siglo XIX, la principal aduana de la ciudad. En un gran tributo a la historia, se ha aprovechado el edificio principal para ofrecer un recorrido por el pasado, en el que es posible buscar antepasados, rostros anónimos y revivir experiencias de los que llegaron con un sueño como equipaje.

Ellis Island esconde muchos secretos y voces apagadas. Entrar en Nueva York tenía un precio, y no todos el dinero para pagarlo. Aún se puede percibir los llantos de los deportados y la alegría de los admitidos. Fueron tantas las tierras abandonadas por una oportunidad; tantos, los colores por cruzar; tantas, las ilusiones por zurcir. Es difícil salir de allí sin cambiar la mirada. El Ferry costeó por el pasado, abandonándonos en la ciudad con el sentimiento de un inmigrante. New York, New York..

Ángel.

domingo, 7 de octubre de 2007

Azul

Eran las 10 de la mañana, y el siempre molesto don Joaquín ya se encargaba de aburrir a la peluquería. ¡A quién le interesaban sus discusiones con los proveedores! Qué miedo tenía el barbero cada vez que le cortaba el cabello. Sabía que algún día, entre bostezo y bostezo, se le iría la mano con la tijera. Mejor no pensar en ello -se decía a sí mismo-. Este hombre sólo quiere desahogarse.
Aquel era un día nublado, de los que no apetece salir a la calle. La lluvia está ahí, como la suegra. Llegaré pronto, pero no te prepares, que apareceré cuando menos lo esperes. En la barbería, nada nuevo. Las mismas fotos en blanco y negro, llenas de sonrisas inexpresivas para enfatizar el corte de pelo. La pared agrietada por la humedad. La emisora de pasodobles de los años 50. Las mismas revistas de siempre. Y allí, entre conversaciones, ocultándose tras el rechinar de las tijeras en el aire, un espectro atravesaba la barbería de lado a lado. Era Ismael. Dos años habían pasado desde que el peluquero le contratara como ayudante. Dos años limpiando asientos, llenando frascos de colonia, cambiando cuchillas, lavando cabezas piojosas, barriendo mares de cabellos. Ah, el barrer.. Ese era el mejor momento del día. Cogía todos los cabellos y los separaba. Por colores, por formas. Las canas a un lado, el azabache al otro. Los rizos aquí, las sábanas lacias allí. Orden y método. ¡Cómo mandan los cánones!

Ismael pasó ese día como todos. Mirándose al espejo de vez en cuando y no viendo nada. Hacía mucho que no veía nada. Sólo el resto de un alma en pena, que se levanta por la mañana pensando en volverse a dormir. Un hombre hundido a los 32. Al cerrar, salió a la calle abrigado, pues hacía un frío de mil demonios. Paró en el colmado a comprar algo para la cena, unas latas de conserva y una botella de vino. Al llegar, abrió el buzón. Notó algo. No quiso ni mirar. Hacía mucho que no recibía cartas. La última venía sin sellar. Era un mensaje. Breve y directo. “Te has enamorado de quien no debías”. La firmaba un tal Cupido. Tal vez ahí empezó todo. Dichosos ojos azules, en qué momento le dio por naufragar en ellos.

Después de cenar, Ismael cogió la carta. Era del juzgado. Le había tocado ser parte de un jurado popular. ¡Vaya por Dios! Leyó el resto con desinterés, pero se detuvo al leer el nombre del procesado. Guillén Cuevas Álvarez. No podía ser. Volvieron a su mente instantes que creía extintos, desaparecidos. Era la espuma de las olas, estallando al romper contra la costa. Un orgasmo de recuerdos. Un balón de fútbol, una peonza, unas chapas, una mochila, una pelea, con su nariz rota, su camiseta rasgada y su reconciliación. Era Guillén. El mejor amigo del pequeño Ismael.

El juicio pasó rápido. El abogado de oficio no dio la talla, y a Guillén le cayeron 30 años. Le juzgaban por homicidio. Un atraco mal pensado, una cajera rebelde, y surgió la tragedia. La defensa alegaba enajenación mental, pero no pudo ser. Ismael asistió impávido al show, en su butaca, sentado entre dos señoras de alta sociedad, y formando parte de una pléyade de Dioses por un día. No prestaba atención a los letrados, ni siquiera a la atractiva fiscal. Ni siquiera quiso saber nada del veredicto. Sólo podía fijarse en su viejo amigo. Apenas debía pesar 45 kilos. Viejo y desaliñado. ¿Qué te ha hecho la vida, Guillén?

Pasaron unos meses, cuatro tal vez, e Ismael decidió ir a ver a su amigo. No sabía qué decirle. ¿De qué hablarían, del tiempo pasado? Es duro pensarlo. ¿Cómo te presentas, 20 años después, ante alguien a quién la vida le ha dado el golpe de gracia? Allí estaba él. El inicio fue duro. Ni le reconoció. Era como imaginaba. Una pantalla separadora. Mil segundos de silencio. Ojos que lo dicen todo. Una mano pegada al cristal para decir hola. Una foto que saca una sonrisa. Y poco, muy poco, que decir. Hablaron del pasado, porque el futuro era el infierno que ambos compartían. Uno en libertad, el otro no. ¿Pero qué más da, si la vida es la peor de las jaulas? Grande y espaciosa, para que te confíes. El final fue duro. Guillén vio partir a su amigo y se volvió, entre lágrimas saladas. Esas que te dan la bienvenida al mundo, y que no se pierden el momento en que te despides de él.

Inseguros fueron los pasos que arrastraron a Ismael hacia un extraño club. Había mucho que pensar. Pidió un whisky, para aclarar ideas. Miró al camarero y vio en él al barbero. “Otro psicoanalista no reconocido” -pensó-. Una misteriosa mujer se acercó a pedirle fuego. Ismael se planteó abandonarse a la noche, como muchos, para amanecer entre las sábanas de una desconocida. Pidió otro whisky. También podría beber y departir con el camarero hasta altas horas de la madrugada, tumbado en una almohada de frutos secos. Descartó ambas opciones. Volvió sus ojos al escenario y allí, envolviendo la noche en tela de algodón, sonaba una voz femenina, y una canción que le hizo recordar:

“She wore blue velvet…Bluer than velvet were her eyes...”

Moría la canción y, con ella, la noche. Ismael se vio a sí mismo en mangas de camisa, ebrio y amargado. Apuró su whisky y decidió volver a casa. Una copa más y no la encontraría. Llegó tarde, bajo el vuelo de una gaviota, junto a la melodía del alba. De la portería salió un hombre. Ni los buenos días. ¡Para qué, si nadie los da! Antes de subir a casa, Ismael buscó en su buzón, como de costumbre, y allí había una carta. Estaba escrita en una letra familiar, y en aquel precioso papel azul de ultramar. Como en tiempos pasados. Así debió ser siempre. Sonrió, por fin. Cuánto tiempo hacía. Era ella.


Ángel, (29/02/2004)

jueves, 4 de octubre de 2007

Surcando los Cielos

De repente.. Un extraño. Como un brote verde en medio del cemento, Central Park nace de muchas partes, extendiéndose como un pequeño bosque en medio de la ciudad. La parte norte permite plantarse ante la esplendorosa calma de la orilla este del Lago Principal. Allí, el inacabable suelo de las avenidas se tranforma en un deslumbrante juego de reflejos y transparencias, en el que el gran perdedor es el recuerdo de la propia ciudad. Avanzamos por el parque durante diez minutos, suficientes para respirar el aire más puro que habita en Nueva York, y volver a la Quinta Avenida, donde cogimos el autobús que nos llevaría a la parte Sur de la ciudad.

Nuestra negativa a comprar un bono nos llevó a especializarnos en la recolección de monedas de 25 centavos, con las que pagábamos los 2 dólares del pasaje. Ello provocaba que nuestra entrada en los autobuses viniera acompañada del armónico sonido de las monedas cayendo por el hueco dispuesto para ellas. Una vez dentro, ya de camino, coincidimos con un hombre de unos setenta años, natural de Madrid, que nos habló de las excelencias de la ciudad. Una voz a escuchar, teniendo en cuenta que visitaba la ciudad por tercera vez en lo que iba de año.

El final de recorrido nos dejó en la zona más bohemia de Manhattan. La componen Soho, Tribeca y Greenwich Village. Sólo los vimos de pasada, pero el paseo fue agradable. Son barrios con tradición, personalidad y un aspecto más añejo que la zona de Times Square. Nueva York aquí es pequeña, cercana y accesible. Algo huele a romanticismo. Tal vez sean los cuadros en la calle. Tal vez las terrazas. Aprovechamos la ocasión para degustar un Hot Dog en un puesto callejero. Sabor irresistible, americano, de salchicha ahumada por la ciudad, y bañada en ketchup y mostaza.

Fue la nuestra una mirada pasajera, que se detuvo en cuanto la ciudad volvió a ponerse en pie, mirando a través de la elegancia y el lujo de Wall Street. No lo he mencionado aún, pero nuestro destino era el helipuerto. Allí, teníamos cita a las 15:30 h para subir a un helicóptero y disfrutar de un breve paseo por los cielos. Al llegar, comenzó una larga espera, en la que nos dio tiempo a ir a comer, volver, hacer cola, ver un vídeo con instrucciones, y hasta a hacer comentarios sobre toda especie viviente que pasara por nuestro lado. En el momento de embarcar, una joven extranjera se unió a nosotros a bordo de la libélula mecánica. Dentro, todo era emoción. Cinturón y cascos en regla. Cámaras a punto. Despegamos.

Ver una ciudad tan vertical como Nueva York desde los cielos es una extraña experiencia. Se pierde el detalle y la sensación de vértigo. El helicóptero describía arcos lentos, haciendo del vuelo una experiencia más placentera que electrizante. El piloto hizo algún comentario, pero la visión era tan irresistible que la atención era escasa. Fueron 7 minutos, breves e intensos, en los que sobrevolamos la Estatua de la Libertad, y costeamos la parte sur de Manhattan. El vuelo acabó con el impecable aterrizaje del piloto, el aplauso correspondiente, y la hélice tratando, en vano, de borrar nuestros recuerdos.

Al abandonar el helipuerto, nos dispusimos a recorrer el camino inverso, para ganar tiempo, llegar al hotel, y acudir a una obra de teatro en el corazón de Broadway. Recorrimos caminos ya andados por la mañana, y aprovechamos para echarle un ojo a las pequeñas tiendas del Soho, y pasar de refilón por el racial y ruidoso Chinatown. El paseo duró hasta que las piernas y el tiempo dijeron basta, y acabamos cogiendo un taxi, no sin esfuerzos, en Lafayette Street. Coger un taxi no debería ser, en sí mismo, un hecho destacable. En Nueva York, sin embargo, merece capítulo aparte. Las avenidas, a pleno rendimiento, se convierten en los senderos de una selva donde los coches rugen; y la conducción, en una batalla campal en la que cientos de vehículos automáticos compiten por un sitio. El conductor neoyorkino no se permite el lujo de dudar. En cuanto ve algo parecido a un hueco, toma gesto desafiante, acelera, impone su coche, revienta el claxon de su adversario, y luego, si acaso, pregunta cómo va todo. Siempre es así. El pasajero, por el mismo precio, tiene trayecto y rally. Llegar tarde parece imposible. Lo milagroso es precisamente llegar.

Al llegar al hotel, faltaba poco más de una hora para la obra, así que tocaba aseo rápido, cambio de ropa y vuelta a la calle. Eran alrededor de las 19:40 cuando enfilamos Broadway. Llegamos al teatro, y no había cola. Un hecho sorprendente. Con 20 minutos por delante, nos dio hasta para hacernos una foto. Sin embargo, algo fallaba. Nos dio por revisar las entradas, y algo llamó nuestra atención. "19:00". ¿Conspiración? En absoluto. Nos habíamos perdido media hora sin despeinarnos. Entramos en el teatro, sin oposición de los vigilantes, que revisaron la entrada, debieron sonreir para sus adentros, y nos acompañaron educadamente hasta el interior.

Tuvimos que esperar al fin de una canción para ocupar nuestros asientos. El teatro era mucho más pequeño de lo imaginado, pero la cercanía del escenario, y su sabor a clásico e intimista le otorgaba un encanto abrumador. Estábamos en Broadway, una representación del cielo muy distinta a la que surcamos en el helicóptero. Era el sueño de bohemios y artistas de chaqueta desgastada, frío en los huesos, y sueños por cumplir. La obra desbordó talento, vida, color y esa desconcertante pero absoluta perfección del musical. No es este espacio de crítica, con lo que basta decir que "Chicago" nos hizo disfrutar, retó a nuestros ojos cansados, y nos transportó a otros tiempos, donde el cielo no era azul, sino un teatro de muchos colores, tablas de madera, y un telón que se abría y cerraba.

Murió la obra, y aún nos permitimos la licencia de cenar en un elegante restaurante. Había apetito, y hasta sobraron ánimos para tomar una copa en la planta 14 de un hotel cercano. Cierto es que acceder allí tenía un tono clandestino.

-"¿Any bar here, please?"
-"PH. Floor 14th"

Arriba otra vez. ¿Había mejor forma de rematar el día en que nos unimos a las aves, y surcamos los cielos de Nueva York?

Ángel

martes, 2 de octubre de 2007

Las Voces de Harlem

Amanece, y el Sol emerge vanidoso, lanzando luz sobre las ventanas de los enormes rascacielos. El clima es agradable, aunque algo fresco. Ya llegará el calor. Sorprende el vacío de la Quinta Avenida. Domingo es domingo, incluso en Nueva York. Nuestra pretensión es recorrer a pie el camino que nos separa de Harlem. Somos ilusos, sin saberlo aún. Nos detenemos a hacer fotos en cualquier punto. Ya hay retrato de la Catedral de Sant Patrick, de Tiffany y del futurista templo de Apple. Avanzamos, y observamos como la escala del mapa se vuelve enemiga, haciéndonos creer que las distancias no son tan grandes. Hay misa a las 10, con coro Gospel y todas las de la ley. ¿Llegaremos?

Al ver que el tiempo se echa encima, optamos por un taxi, el segundo del viaje. El taxista nos permite subir sin darse cuenta que somos cinco. Nos dice que no puede llevarnos, pero echa números, intuye la propina (nuestra generosidad al respecto quedará grabada en las memorias de Manhattan), pisa el acelerador y guarda silencio. Tomamos nota para el futuro. Cinco plazas y cinco cinturones de seguridad es sinónimo de cuatro pasajeros.

Los cambios acechan en Harlem. La paleta ofrece menos colores que en la multicolor Manhattan. Ésta es tierra de tonos arenosos y apagados, de aspecto desgastado y cierto aroma ancestral. Lejos del descaro de su hermana, la tímida Harlem se muestra como una foto guardada, esperando a que alguien la revele y la ponga en el comedor. La exhibición multirracial desaparece, retrocediendo ante el aplastante dominio de una comunidad, la negra, que deja claro con su presencia que estamos en su territorio.

Tras bajar del taxi, echamos a andar hacia la Iglesia, encontrando familias impecablemente vestidas, y palpando un respeto absoluto hacia lo que estaba por venir. Al llegar allí, nos tocó encabezar el segundo tramo de la cola, situada en la parte posterior de la Iglesia. A pocos metros, dos hombres montaron sendas mesas, y sacaron enormes sandías de un almacén. Uno de ellos comenzó a hacer cortes, trocear las frutas y preparar pequeñas raciones para vender y aportar algo a la Comunidad. De pronto, llegó hasta nosotros una joven, preguntando por la ubicación de la puerta principal. Tenía aspecto de viajera solitaria, de aventurera, de habitante de albergues y vagones de tren. Había algo en ella de muchos mundos, de mucha gente, pero desapareció tan rápido que apenas dio tiempo a pestañear.

La entrada a la Iglesia fue lenta y silenciosa. Un fornido vigilante nos acompañó por una estrecha escalera, y nos hizo entrar por la parte superior del recinto para asistir a la ceremonia. La Iglesia, estructurada en forma de pequeño escenario, se dividía en dos pisos. El inferior estaba formado por un pequeño altar, desde el que los oradores se dirigían al respetable, una hermosa pila bautismal con forma de pequeña alberca, y decenas de bancos para albergar a los asistentes. La superior albergaba al coro de Gospel, que rompía con su alegría la sobria y rigurosa decoración, y el resto de asientos.

La misa se forjó a sí misma como una obra de teatro, y se desarrolló en tres actos, estrictamente marcados en el tiempo. El primero de ellos tomó forma de Crónica Semanal. La oradora, impecable en su presencia y meticulosa en el discurso, recorrió la semana, recordando los actos más destacables para la Comunidad. A continuación, tomó la palabra un tal Dr. Smith, que salió a contar las excelencias de su centro de ayuda, y acabó llevándose una de las ovaciones de la velada. Finalmente, una mujer apareció, tirando de decisión y brío para ofrecer el lado más religioso de la misa. Predicó la palabra de forma contundente, haciendo hincapié en expresiones como "God is good" o "Amen" , y ganándose, de forma continua, expresiones de complicidad, asentimiento, aplausos e incluso alguna que otra rotunda afirmación. Era el asistente un público entregado, gozoso, que saboreaba en el paladar cada momento de la misa.

He dejado aparte al coro. Un enjambre de voces negras apareció varias veces durante la misa para alzar sus voces y pintar de música y color las paredes del recinto. Uno, emocionado, no podía menos que dejarse llevar por la música, y acompañar con palmas (y hasta cantando, para qué negarlo) los sonidos de una misa difícil de olvidar.

Tras tres horas, terminó la misa, tras lo que abandonamos Harlem a pie, aspirando su aire envejecido, parando en sus canchas de baloncesto, y acercándonos a una Manhattan que, a lo lejos, aún tenía mucho que ofrecer.

Ángel.

La Ciudad de los Mil Colores

El velo que separa las fronteras de Estados Unidos del resto del mundo tiene tal densidad que uno pasa los momentos previos preparándose a conciencia para cruzarlo. El recibimiento americano es desconfiado, algo hostil, con los de inmigración y aduanas pasando los primeros filtros. Cuando uno deja claro que sólo va de visita, y no para quedarse ni atentar contra el Imperio, el primer pie corre solo hasta pisar tierra firme. Un europeo vive un momento que dista mucho del que vivieron Colón, los Pinzón o Vespucio hace más de medio milenio. De la tierra salvaje, indígena y virgen sólo queda un viejo aroma. Nueva York, destino de soñadores por excelencia, emana otras esencias, más cercanas al poder y la grandiosidad que al penetrante olor de la tierra mojada.

El aeropuerto JFK se encuentra en el distrito de Queens, alejado de la parte central de Manhattan, que hacía de sede para nuestro hotel. El desplazamiento se hizo en taxi, momento esencial para empezar a entender la naturaleza neoyorkina. El taxista, de raza negra, salió del coche vistiendo una túnica más propia del corazón de África que de Nueva York. Afirmación equivocada, propia del que ignora una ciudad donde continentes, razas, culturas y religiones se fusionan creando un inmenso y perfecto mosaico, en el que sólo es extraño aquel que se niega a ser parte y se aísla como mero observador.

Manhattan es un escenario que marca los tiempos ante el visitante. Aparece lejana, seductora, mostrando un rosario de puentes, edificios y colores que, con el mar de por medio, invita a acercarse desde el susurro. Sin embargo, al penetrar en sus calles, Manhattan cambia su rostro, mira desde arriba, y se erige delante de uno con contundencia y poderío. Lo primero que llama la atención es la grandiosidad de sus edificios. Superan cualquier imagen previa que podamos tener sobre su tamaño. Uno entiende que les llamen rascacielos, pues algo deben sentir las nubes al ser rasgadas por tales colosos.

Previo paso por un hotel que no merece ni comentario, llegó la conquista de la gran ciudad. Salimos a pie, caminando por la Sexta Avenida, en dirección al legendario Madison Square Garden. La toma de contacto fue inapelable. Allí estaba Times Square en pleno sábado, lanzando oleadas de gente, luz y colores por doquier. Nueva York mostró aspecto de ciudad que no duerme, que ni se detiene ni permite que nadie se pare en sus aceras. El movimiento es tan continuo, tan preciso (como nos dijeron más tarde, las multitudes se mueven tan acompasadas que no hay lugar para el contacto físico), que uno queda invitado a fundirse en él, dejarse llevar a cualquier parte, y entrar en estancias abiertas, sin tener que llamar a la puerta. Y fueron las puertas del más famoso de los pabellones, el Madison Square Garden, las primeras en abrirse en la ciudad de Nueva York.

La obsesión por el Showtime y la creación continua de dinero ha hecho del americano un enfoque distinto al europeo. El deporte, paradigma del entretenimiento de masas, no podía escapar a esta manera de entender el mundo. La publicidad y la explotación de recursos se imponen al propio deporte, minimizando el aire romántico y épico que le caracteriza. Asistir a un partido de hockey en todo un Madison Square Garden es una experiencia realmente interesante. Lejano al dinero, y cobijado en su gélido vestido, el pabellón exhala frío por sus poros mientras sobre su lona se dan cita mil y un movimientos a velocidad de vértigo. Los jugadores se deslizan sin parar, rotan continuamente, chocan entre ellos y golpean con fuerza el disco buscando portería. El dinamismo sólo se interrumpe en un hipnótico momento en que, para sorpresa del que no conozca el deporte, dos adversarios empiezan a golpearse ante la pasividad de los árbitros y el griterío de un respetable que corea los puñetazos como romanos en el Coliseo. Al final, poco importa el resultado. El sentir de una afición derrotada se recupera a golpe de refrescos y merchandising.

Al volver hacia el hotel, recorrimos el camino inverso, hasta topar de nuevo con Times Square. La noche más cerrada convierte este punto en un sensacional espectáculo. Retando a las tinieblas, en medio de la ciudad se levantan enormes pantallas de luz, en las que el universo audiovisual aparece vestido de gala para darle color y brillo a las calles de Nueva York. En Times Square no se puede cerrar los ojos. Sólo hay que esperar a sentirse solo, colocarse en el centro de la encrucijada, dar un giro de 360º, abarcar hasta donde se pueda con los ojos, y grabar en la retina un momento difícil de olvidar.

Ángel