jueves, 31 de julio de 2008

Decir NO puede ser un SÍ a otra pregunta.

Yo digo NO. Que gracias, pero NO. No llevo suelto para el peaje.

Edito, a 05/08/2008. He defendido mi NO.

miércoles, 30 de julio de 2008

El Viaje de Margot

Margot y la Boda, de Noah Baumbach, comienza en el interior de un tren que no sabemos a donde va. La cámara acompaña a un adolescente a lo largo de los pasillos de un vagón. Tras equivocarse de asiento, acaba reuniéndose con su madre, a la que explica entre risas su despiste. Éste sencillo pasaje es el comienzo de un viaje del que desconocemos su destino real, hasta que lo encontramos en el metraje algún tiempo después.

Margot y la Boda bien podía haberse llamado Margot y su Hijo. O Margot y su Hermana. O Margot a secas. El devenir del personaje encarnado por Nicole Kidman marca los tiempos de una película en la que todo aparece manchado de un tono oscuro. Su relación con el resto de personajes siempre viene marcada por algo, llámese obsesión, ambigüedad, intensidad o desconfianza. Es la siniestra sonrisa de las miserias, que vemos al caer a la piscina con el hijo de Margot. El joven parece hundirse sin conocimiento hasta que, al abrir los ojos, se ve a sí mismo arrastrado hacia el fondo, momento en el que, junto al desagüe, atisba la imagen de una rata muerta. Es ahí donde el viaje se define como un pasaje hacia lo pantanoso, hacia los terrenos más insoportables de las relaciones humanas, y hacia un complicado terreno en el que a veces no apetece mirar.

Hay signos de desequilibrio en Margot, de conformismo forzado en su hermana, de mediocridad y turbación en su cuñado, y hasta de autismo consentido en su hijo. Podría seguir, pero no es necesario. Crucen lo que les acabo de decir en unos días juntos, sumen rencillas del pasado, y echen su mente a volar. Margot y la Boda junta a personajes capaces de escalar un árbol y no bajar de él, mostrando que hay viajes de los que es imposible regresar. Es gente que vive el día a día mientras se pregunta si acepta su fracaso, si lo mejor del día es aceptar lo que te ha venido, masturbarse en la soledad de un lecho, escribir cartas como trabajo, o talar un árbol que molesta al vecino.

Baumbach encara la propuesta con fuertes filtros. Uno oscurece el tono general, mientras el otro enfoca con amarga ironía. El resultado es una película difícil para todos. Para quienes la viven y quienes la ven. Es un viaje, otro más que deja a Arquero Urbano como una guía de destinos que no conocemos. Cierro los ojos. Veo a Nicole Kidman corriendo sin aliento tras un autobús. La veo subir y sentarse. Veo a su hijo indiferente, con la cara del que sabía lo que iba a pasar. Ya con la pantalla oscura, vuelve a mí la asquerosa imagen de la rata, hasta que pienso que, tal vez, la estén empezando a dejar atrás.

martes, 29 de julio de 2008

El Legado del Pasado

Un caballo blanco tiraba de una carroza, haciendo que en el suelo sonaran notas de trote y pasodoble. Alcé la vista, y me encontré, entremezcladas como los tonos de un bodegón, las siluetas del Alcázar, la Catedral y la Giralda. Del primero veía el perfil de una columna de piedra, rematada en lo alto por formas afiladas y la alargada sombra de los cipreses. A su izquierda, se dibujaban los perfiles de la Catedral, extendida en un tapiz lleno de cúpulas y fachadas. Y a lo lejos, recortado en el cielo, se eleva el Giraldillo sobre el alminar que lleva a Sevilla a los relatos de Sherezade.

No quiero extenderme en las visitas. Entré, claro que entré. Primero en la Catedral, donde sus vastas dimensiones se me hicieron pequeñas en comparación con su belleza. La recorrimos por fuera y por dentro, hasta dar con sus enormes pilares y sus arcos imposibles. En la capilla, el Sol entra con timidez, por las vidrieras, sin suplantar lo que guardan las velas y la oscuridad. Nos detuvimos frente a santos y coronas de oro; frente a Cristo crucificado sobre una Virgen que llora; frente a los portadores de las que dicen ser las cenizas de Colón. Y recorrimos escaleras para subir a la Giralda. Y sonaron las campanas, dando la hora. Y nos asomamos a ver Sevilla. Y la vimos, pintada de blanco, verde y marrón. Y acabamos en el Patio de los Naranjos, donde parece digno decir adiós.

Llegó la comida, en una terraza. A los postres, llegó un gitano. Se puso a cantar, con voz rota y traje de indigente, desde el otro extremo de la calle. Fue un popurrí, no esperen gran cosa. Nada de magia ni Vientos del Sur. Dejamos el Alcázar para la sobremesa. Tiempo habrá de purgar el error. El Alcázar tiene jardines que no deben ser vistos bajo un sol cegador. Es legado árabe y del detalle, lleno de estancias donde los arcos esconden recuerdos de algún lejano sultán; pero también es herencia cristiana, con patios donde los caballos se arrodillaban bajo mando real. Vimos chorros de agua rompiendo un paisaje donde asfixiaba el calor. Recorrí sus jardines con apatía, sin saber que las 5 de la tarde de una jornada de julio es terreno prohibido en la cálida Andalucía.

Entraron dos visitantes y salieron dos penitentes. El calor se nos metió dentro, y no nos abandonó hasta el final. Salimos por el Patio de Banderas, para recorrer el Barrio de Santa Cruz. Hay allí calles estrechas, aire a viejo y leyenda, y ventanas tapadas por negras rejas. Fue un paseo con la mirada perdida, con el Sol como castigo y la gente sin aparecer. Tanto andamos, que terminamos en el Barrio de la Macarena. Recuerdo iglesias, largas calles y una triste alameda, en la que ni había sombra, ni había persona. Y seguimos andando, y dando vueltas, y Sevilla fue convirtiéndose en pasos dados bajo mis pies. Y tanto andamos, que el Sol acabó por rendirse y dar paso a las sombras. Y la gente salió a las calles. Y la alegría llegó. Y aparecieron las tiendas, y la Plaza Nueva. Y nos dijeron que había música al aire libre en el Alcázar. Y allí volvimos, para recorrer sus jardines de otra manera, y sentarnos a escuchar la voz de dos guitarras que, bajo aquel paisaje, trajeron descanso y armonía.

viernes, 25 de julio de 2008

La Sevilla de Oro y Plata

Si me hubieran preguntado qué esperaba de Sevilla, no habría sabido que responder. Es tal la leyenda levantada entorno a la Capital del arraigo español, que uno podría esperar entrar caminando sobre una alfombra de pétalos de azahar, con el Guadalquivir engalanado, y el lejano olor a la cera deshecha de las procesiones en el adoquín.

Mis primeros pasos en Sevilla fueron errantes. Empezaron en grandes avenidas, bajo un calor sofocante y la ciudad oculta tras juegos que no lograba entender. Allá donde pasaba el río, se levantaban muros para esconderlo. Allá donde buscaba sombra, encontraba la risa ahogada del asfalto. Fue un inicio extraño, con el destino bien lejos y la ciudad como enemiga. Las dudas acabaron al preguntar a un conductor de autobús si iba bien encaminado hacia el hotel. "Póngale número a la avenida, y le diré cómo ir" Me señaló un camino largo, duro para un viajero que empieza a sentirse penitente bajo el sol andaluz de mediodía. Miré a mi amigo Jose, y no tardamos en decir. Autobús hacia destino, y que dejen de sufrir los pies.

Tras llegar al hotel, vimos que estábamos lejos de todo. Sólo el Estadio del Betis, y el vacío de un campo de trigo bajo el enrojecer del Sol. Autobús de nuevo, para ir a comer. Autobús de nuevo, para volver. ¿Primera visita o descanso? Era tal el calor, que Sevilla debía esperar. La piscina del hotel fue nuestro refugio. Allí descansamos del cansancio y el calor. Allí vimos que Sevilla adora jugar. Allí, la ciudad cubrió de nubes sus cielos, lanzó al viento hacia sus calles, y nos dijo que fin del descanso y la fuéramos a visitar.

Empezamos en el Parque de María Luisa, con su entrada principal anulada por las obras, y un paso clandestino como única vía de acceso. El aire y la soledad se convirtieron en guías y compañeros. Vimos al parque lejos del maquillaje, afeado por el vacío y la hostilidad del camino cerrado. ¿Qué ocurría, Sevilla, por qué estabas fuera para mí? Avancé, desesperado, buscando belleza o respiro. Ni rastro de gente. Ni rastro de nada.

El camino se acababa y, con él, el parque. De pronto, dar un paso significó ganarse el siguiente. Algo había a lo lejos. Era una fuente elevada en medio de un círculo enorme, con grandes templos al fondo y rojas arcadas delante. Era la Plaza de España, rojiza en el muro, gris en el suelo, y con el trote de los caballos como música principal. Era el país dividido en ciudades que abandonan su grandeza para ser pequeños bancos en que sentarse, pequeños dibujos que observar y pequeños nombres que contemplar. Me dediqué a caminar, a sentarme en mi Barcelona, a entrar en sus recovecos, y a respirar el primer perfume que me ofreció Sevilla en frasco de cristal.
Abandoné la plaza siguiendo las notas de un bohemio a su guitarra. Dejé las avenidas y tomé las calles. Iba distraido cuando una gitana se me acercó. "Coge el romero y te leo la mano". No la dejé. Mientan o acierten, dejen tranquilo a mi destino. Fue entonces cuando miré a la derecha y noté que el muro era el de la Catedral. La rodeé, y me hallé ante la Puerta del Perdón, con el patio de los Naranjos tras una puerta a derribar. Eso tocaba el día siguiente. Seguí el rodeo y ante mí se elevó un estandarte de piedra, una torre señorial que responde al nombre de Giralda, y que miré de refilón porque también tocaba mañana. Recordé a un motorista, media hora antes, que le decía a mi amigo. "Échale una foto a la Giralda". Siguió el paseo, callejeando por una Sevilla que olía a antigua y amurallada. Fue largo, y acabó en cena y visita a un centro comercial.

Un desvío nos hizo llegar hasta el cauce del río. La noche asomó en ese momento, y llegó el turno de dar las gracias. El Guadalquivir nos sorprendió, y apareció elegante y plateado bajo la noche, y no brillante y cansado bajo el altivo Sol. Me detuve, y vi que los puentes eran coronas en la enorme melena del río. Que las aguas reflejaban las luces de la ciudad. Me fijé en los matorrales, en las sombras, y en el invisible volar de su brisa perfumada. Llegaron la Maestranza y sus olés. Llegó la Torre del Oro, con su ocre, sus cañones y su graciosa robustez. Llegaron las palmeras, las sombras de la noche, y el eco de algún poema escrito en las orillas del río andaluz.

Y llegó Sevilla, la de verdad, la hermosa y sofisticada, la que jugó conmigo durante un día para acabar vestida de princesa, y mostrarme un joyero en el que descansan recuerdos de muros de oro y ríos de plata.

jueves, 24 de julio de 2008

Viajar

Volver del Sur me ha hecho entender que un viaje no es una obra dividida en ida, estancia y regreso. Un viaje es un horizonte que se va definiendo al avanzar. Andalucía fue el blanco lienzo donde tracé mi propio retrato; donde supe que mi destino no era el suelo en que aterricé. Allí, cegado por el Sol, solitario en compañía, y acompañado en soledad, inventé una estrofa sin rima ni armonía, donde se dice, a fin de cuentas, que los viajes, viajes son.

Donde creí caminar por avenidas y jardines,
resonaron los pasos de mis anhelos.
Donde creí ver Alcázares y Catedrales,
capté el destello de mi pasado.
Donde creí sumergirme en agua salada,
penetré en mi propia oscuridad.
Donde viajé, a fin de cuentas, es algo que sólo yo sé.


¿Firmar el poema? No tengo tinta. ¿Gritarlo? No tengo voz. Echen su mirada arriba, y si algo brilla, digánmelo.

domingo, 13 de julio de 2008

Cerrado por Vacaciones.

Debido a mi retiro estival, el blog queda cerrado hasta mi regreso. Sed buenos.

sábado, 12 de julio de 2008

El Alemán

Empezaba el barbero a cortarme el pelo cuando un hombre entró en la peluquería. Era alemán, pero de los de tópico y chiste fácil. Rubio y con la piel más roja que los mofletes de Heidi. El barbero y él se conocían. No mucho, pero lo suficiente. Empezaron a intercambiar palabras en un castellano que se tornó difícil para el germano. La conversación giraba sobre pollo asado, patatas y similares. El barbero insistió en que el pollo se come con patatas. Es una filosofía. Pronto llegó la esposa del individuo. Unos treinta y cinco, buen bronceado y mucha conversación. La charla pasó a ser cosa de tres. Yo, en silencio. Pusieron a caldo a la solterona del estanco. "Se le pasa el arroz", dijeron. "No es tu tipo, ¿verdad cariño?" . "¿Cómo? ¿Tipo?"

De pronto, el alemán sorprendió al personal, se levantó, cogió la escoba y empezó a barrer. Como lo oyen. Barrió mis pelos, esos que comenzaban a ensombrecer el suelo de la peluquería, con estilo y convicción. "Tómate un café", le dijo el barbero. Tal vez no lo entendió. Me incorporé a la conversación. Un hombre que barre mis pelos merece que le dirija la palabra. Hablamos de fútbol. La mujer se defendió. Soltó nombres a diestro y siniestro para demostrar que sabía de qué iba el tema. El alemán cogió su cámara de fotos. No miento. Le hizo una foto al barbero y creo que fui daño colateral. Con el corte de pelo acabado, dije adiós. Encantado.

jueves, 10 de julio de 2008

Mire

Abra sus ojos. Vea. Rompa el velo. Mire.

Aquí está, en primera línea. Todos le ven. Dígales algo. Hola estaría bien.

¿Y tu, te ves?

miércoles, 2 de julio de 2008

Noticia del Día

Collateral dejó en nuestro recuerdo una historia imposible. Un hombre recorrió en metro la ciudad de Los Ángeles varias veces, sin dejar su asiento. Nadie se extrañó. El hombre había muerto. Hoy hemos descubierto la siguiente noticia:

"Una mujer muere en un hospital tras 24 horas esperando que le atendieran"

La humanidad. O miles de millones de seres cuyas miradas suelen perderse en los espejos.