viernes, 25 de julio de 2008

La Sevilla de Oro y Plata

Si me hubieran preguntado qué esperaba de Sevilla, no habría sabido que responder. Es tal la leyenda levantada entorno a la Capital del arraigo español, que uno podría esperar entrar caminando sobre una alfombra de pétalos de azahar, con el Guadalquivir engalanado, y el lejano olor a la cera deshecha de las procesiones en el adoquín.

Mis primeros pasos en Sevilla fueron errantes. Empezaron en grandes avenidas, bajo un calor sofocante y la ciudad oculta tras juegos que no lograba entender. Allá donde pasaba el río, se levantaban muros para esconderlo. Allá donde buscaba sombra, encontraba la risa ahogada del asfalto. Fue un inicio extraño, con el destino bien lejos y la ciudad como enemiga. Las dudas acabaron al preguntar a un conductor de autobús si iba bien encaminado hacia el hotel. "Póngale número a la avenida, y le diré cómo ir" Me señaló un camino largo, duro para un viajero que empieza a sentirse penitente bajo el sol andaluz de mediodía. Miré a mi amigo Jose, y no tardamos en decir. Autobús hacia destino, y que dejen de sufrir los pies.

Tras llegar al hotel, vimos que estábamos lejos de todo. Sólo el Estadio del Betis, y el vacío de un campo de trigo bajo el enrojecer del Sol. Autobús de nuevo, para ir a comer. Autobús de nuevo, para volver. ¿Primera visita o descanso? Era tal el calor, que Sevilla debía esperar. La piscina del hotel fue nuestro refugio. Allí descansamos del cansancio y el calor. Allí vimos que Sevilla adora jugar. Allí, la ciudad cubrió de nubes sus cielos, lanzó al viento hacia sus calles, y nos dijo que fin del descanso y la fuéramos a visitar.

Empezamos en el Parque de María Luisa, con su entrada principal anulada por las obras, y un paso clandestino como única vía de acceso. El aire y la soledad se convirtieron en guías y compañeros. Vimos al parque lejos del maquillaje, afeado por el vacío y la hostilidad del camino cerrado. ¿Qué ocurría, Sevilla, por qué estabas fuera para mí? Avancé, desesperado, buscando belleza o respiro. Ni rastro de gente. Ni rastro de nada.

El camino se acababa y, con él, el parque. De pronto, dar un paso significó ganarse el siguiente. Algo había a lo lejos. Era una fuente elevada en medio de un círculo enorme, con grandes templos al fondo y rojas arcadas delante. Era la Plaza de España, rojiza en el muro, gris en el suelo, y con el trote de los caballos como música principal. Era el país dividido en ciudades que abandonan su grandeza para ser pequeños bancos en que sentarse, pequeños dibujos que observar y pequeños nombres que contemplar. Me dediqué a caminar, a sentarme en mi Barcelona, a entrar en sus recovecos, y a respirar el primer perfume que me ofreció Sevilla en frasco de cristal.
Abandoné la plaza siguiendo las notas de un bohemio a su guitarra. Dejé las avenidas y tomé las calles. Iba distraido cuando una gitana se me acercó. "Coge el romero y te leo la mano". No la dejé. Mientan o acierten, dejen tranquilo a mi destino. Fue entonces cuando miré a la derecha y noté que el muro era el de la Catedral. La rodeé, y me hallé ante la Puerta del Perdón, con el patio de los Naranjos tras una puerta a derribar. Eso tocaba el día siguiente. Seguí el rodeo y ante mí se elevó un estandarte de piedra, una torre señorial que responde al nombre de Giralda, y que miré de refilón porque también tocaba mañana. Recordé a un motorista, media hora antes, que le decía a mi amigo. "Échale una foto a la Giralda". Siguió el paseo, callejeando por una Sevilla que olía a antigua y amurallada. Fue largo, y acabó en cena y visita a un centro comercial.

Un desvío nos hizo llegar hasta el cauce del río. La noche asomó en ese momento, y llegó el turno de dar las gracias. El Guadalquivir nos sorprendió, y apareció elegante y plateado bajo la noche, y no brillante y cansado bajo el altivo Sol. Me detuve, y vi que los puentes eran coronas en la enorme melena del río. Que las aguas reflejaban las luces de la ciudad. Me fijé en los matorrales, en las sombras, y en el invisible volar de su brisa perfumada. Llegaron la Maestranza y sus olés. Llegó la Torre del Oro, con su ocre, sus cañones y su graciosa robustez. Llegaron las palmeras, las sombras de la noche, y el eco de algún poema escrito en las orillas del río andaluz.

Y llegó Sevilla, la de verdad, la hermosa y sofisticada, la que jugó conmigo durante un día para acabar vestida de princesa, y mostrarme un joyero en el que descansan recuerdos de muros de oro y ríos de plata.

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