martes, 29 de julio de 2008

El Legado del Pasado

Un caballo blanco tiraba de una carroza, haciendo que en el suelo sonaran notas de trote y pasodoble. Alcé la vista, y me encontré, entremezcladas como los tonos de un bodegón, las siluetas del Alcázar, la Catedral y la Giralda. Del primero veía el perfil de una columna de piedra, rematada en lo alto por formas afiladas y la alargada sombra de los cipreses. A su izquierda, se dibujaban los perfiles de la Catedral, extendida en un tapiz lleno de cúpulas y fachadas. Y a lo lejos, recortado en el cielo, se eleva el Giraldillo sobre el alminar que lleva a Sevilla a los relatos de Sherezade.

No quiero extenderme en las visitas. Entré, claro que entré. Primero en la Catedral, donde sus vastas dimensiones se me hicieron pequeñas en comparación con su belleza. La recorrimos por fuera y por dentro, hasta dar con sus enormes pilares y sus arcos imposibles. En la capilla, el Sol entra con timidez, por las vidrieras, sin suplantar lo que guardan las velas y la oscuridad. Nos detuvimos frente a santos y coronas de oro; frente a Cristo crucificado sobre una Virgen que llora; frente a los portadores de las que dicen ser las cenizas de Colón. Y recorrimos escaleras para subir a la Giralda. Y sonaron las campanas, dando la hora. Y nos asomamos a ver Sevilla. Y la vimos, pintada de blanco, verde y marrón. Y acabamos en el Patio de los Naranjos, donde parece digno decir adiós.

Llegó la comida, en una terraza. A los postres, llegó un gitano. Se puso a cantar, con voz rota y traje de indigente, desde el otro extremo de la calle. Fue un popurrí, no esperen gran cosa. Nada de magia ni Vientos del Sur. Dejamos el Alcázar para la sobremesa. Tiempo habrá de purgar el error. El Alcázar tiene jardines que no deben ser vistos bajo un sol cegador. Es legado árabe y del detalle, lleno de estancias donde los arcos esconden recuerdos de algún lejano sultán; pero también es herencia cristiana, con patios donde los caballos se arrodillaban bajo mando real. Vimos chorros de agua rompiendo un paisaje donde asfixiaba el calor. Recorrí sus jardines con apatía, sin saber que las 5 de la tarde de una jornada de julio es terreno prohibido en la cálida Andalucía.

Entraron dos visitantes y salieron dos penitentes. El calor se nos metió dentro, y no nos abandonó hasta el final. Salimos por el Patio de Banderas, para recorrer el Barrio de Santa Cruz. Hay allí calles estrechas, aire a viejo y leyenda, y ventanas tapadas por negras rejas. Fue un paseo con la mirada perdida, con el Sol como castigo y la gente sin aparecer. Tanto andamos, que terminamos en el Barrio de la Macarena. Recuerdo iglesias, largas calles y una triste alameda, en la que ni había sombra, ni había persona. Y seguimos andando, y dando vueltas, y Sevilla fue convirtiéndose en pasos dados bajo mis pies. Y tanto andamos, que el Sol acabó por rendirse y dar paso a las sombras. Y la gente salió a las calles. Y la alegría llegó. Y aparecieron las tiendas, y la Plaza Nueva. Y nos dijeron que había música al aire libre en el Alcázar. Y allí volvimos, para recorrer sus jardines de otra manera, y sentarnos a escuchar la voz de dos guitarras que, bajo aquel paisaje, trajeron descanso y armonía.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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