martes, 19 de agosto de 2008

Córdoba, la pequeña.

Si Andalucía fuera una foto de familia, muchos se acercarían a Córdoba preguntándose si es la hermana pequeña de Sevilla. Tal vez sea porque su aire está perfumado por el mismo Guadalquivir, o porque el barrio de la Judería se viste de blanco y calles estrechas, o porque una Mezquita se erige en joya del casco antiguo, o porque un Alcázar la vigila, o por el romero de las gitanas y el azabache del pelo, o por el Sol, o porque el pasado convive con el futuro, y Jesús con Mahoma, o porque hablan con gracia, mejor de noche que de día. Tal vez fue porque salimos de una para ir a parar a otra, y había algo en el ambiente que nos resultaba familiar.

Llegamos a mediodía, en un coche previamente alquilado en la sevillana estación de Santa Justa. El viaje fue correoso, para qué negarlo. El coche corría, pero encaraba las cuestas como el viejo tren de Dumbo. ¿Le recuerdan? Yo no dejé de recordarlo, y hasta silbaba para mí la canción. Sigo, con su permiso. Podría decirles que entrar en Córdoba fue el final de la ruta, pero mentiría. ¿Qué pensarían si ven un callejón obstruido por cuatro barrotes que emergen del suelo? No sé ustedes, pero yo pensaría que es inaccesible. Tras un buen rato buscando sin éxito el hotel, pasamos por el callejón y vimos un altavoz junto a una columna. Hubo que acercarse, decir que íbamos al hotel X, y los barrotes, cual puerta de Ali Baba, desaparecieron para dejarnos paso al casco antiguo de la ciudad. La fe. El nada es lo que parece. Qué les voy a contar.

El hotel era sencillo, con personal llano y una puesta en escena pretendidamente clasicona. Lo mejor era la ubicación, en frente de una Mezquita que erigía sus muros ante los que ya eran nuestros primeros pasos en Córdoba. Disponíamos de poco tiempo, día y medio a lo sumo, para ver la ciudad. Dado que estábamos en el centro histórico, teníamos material para ocupar un par de horas antes de comer. Vuelvo a la Mezquita, que fue nuestro comenzar. La primera mirada muestra una gran muralla color arena, erigida en forma cuadrangular en muros que ocultan el monasterio en su interior. En medio de la muralla, resaltan puertas férreas y doradas, enmarcadas bajo arcos pintados de rojo y marfil que parecen venir de otros tiempos y grandes distancias. Les hablo de turbantes, desiertos, té, dátiles, baños y bailes imposibles. Les hablo de Simbad, y Las Mil y una Noches. No les hablo más, y les llevo al interior del templo. Un patio de naranjos, como en Sevilla. Un empleado de seguridad que nos habló en inglés, enviándonos a la entrada a la Mezquita. Entramos.

La Mezquita, por dentro, es oscura. Está llena de columnas, rematadas por los mismos arcos de los que les hablé. Y también de puertas, y detalles que se multiplican en pocos palmos. Hay colores terrosos, rojizos, verdes y dorados, y letras árabes, que se aprietan en las paredes formando frases que jamás entenderé. Pero no todo remite a Arabia. También está Cristo. Permítanme. Quien entra allí verá a Cristo y los suyos profanando y conquistando un templo musulmán. Porque Cristo, en su cruz, se eleva imponente entre arcos del Islam. Porque los altares están construidos hiriendo paredes erigidas por manos omeyas. Porque las imágenes forman crucifijos que son más símbolo de victorias pasadas que iconos cristianos. Hay detalles y contrastes. La Mezquita son mil pasos que hay que dar lentamente, recorriendo recovecos y observando. Sólo así veremos los rastros de una lucha tranquila. Por los siglos de los siglos, tal vez. Y salimos. Y nos esperaba el Patio de los Naranjos para terminar donde comenzamos. Y vimos más arcos alrededor, aunque blancos y amarillentos. Y, sobresaliendo, un campanario tan cristiano como el crucifijo de Benedicto.

Comimos rápido y, tras una siesta, seguimos la visita. Serían las seis. Demasiado pronto, para variar. El calor, que no perdona. Salimos del casco antiguo, y entramos en una Córdoba distinta, blanca y estrecha, a través de un sendero que hacía pendiente y parecía llevar a otra ciudad. Era la Judería, y su sinagoga. Era la Andalucía de los patios, el verde, las macetas y el abanico. Era el calor que ya no recordaba, y que convirtió un tranquilo paseo en una nueva batalla contra el Sol. Ya lo decían las camisetas. Joé, que caló. Y hubo pausas para beber agua. Y excusas para detenerse. Y mil cosas que vimos sin ver. Y, sin quererlo, visitamos esa Córdoba anónima, que no sale en las guías, pero que se queda en las suelas del caminante. Una Córdoba llena de calles, parques e iglesias. Una Córdoba que me recordó al sevillano barrio de Santa Cruz. Y así pasó el tiempo, callejeando, mirando al suelo, y esperando la tregua del atardecer.

Regresamos sobre las nueve. Nos asomamos al Guadalquivir, desde un lado del Puente Romano. Vimos casas recortándose, con la estapa al fondo. Hicimos tiempo hasta la llegada del apetito. Cenamos bien, con salmorejo, boquerones y calamares presidiendo la mesa. Y un chorizo que, con pan, revivía a los muertos. Y Jose pidió natillas, por tercera o cuarta vez. Al salir, noté que el calor del día estaba atrapado en el asfalto y se resistía a salir de allí. Miré el reloj, y eran más de las once. Un día largo, que no cabe en un texto tan humilde. Lo pasamos con calor, pero en la agradable compañía de la pequeña. Esa que guarda en sus páginas voces lejanas. Esa que los sureños llaman, si mal no recuerdo, Córdoba.

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