martes, 5 de agosto de 2008

Olé

La transición temporal nos dice que tras la noche llega el día. Si lo recuerdan, dejé mis relatos sobre Sevilla en la noche del segundo día. Imagino que esperan que comience estas líneas con el amanecer del tercero. ¿Les importa si doy un salto y viajo unas horas adelante? A estas alturas, habrán comprendido que Sevilla, en el sofocante mes de julio, viste capa de vampiro y abre los ojos tras la caída del sol. Duerme de día, y el visitante ignorante encuentra calles donde la vida se oculta tras las legañas de una mirada demasiado temprana.

Doy cuerda al reloj, y dejo que se detenga en las 12 de la noche. Estoy junto a Jose, en una calle del barrio de Triana, ante un local cerrado a cal y canto. Nos han dicho que en él hay flamenco, cante arraigado, y el ambiente más andaluz que pueda encontrarse en Sevilla. Miramos hacia el cartel, pero no hay más rastro que la fe en la palabra de quienes nos dijeron "Es aquí". Esperamos de pie, pacientes, viendo a pequeños grupos de turistas acercarse con la duda en cada paso. De pronto, alguien levanta una reja desde dentro. Asomamos la cabeza, mientras levantan la segunda. La dejan a media altura, dejando que sólo la oscuridad llegue a la calle. Jose echa un vistazo, y atisba un local pequeño, de iluminación casera, sillas pegadas y aire a cerrado. Pasa un buen rato hasta que podemos entrar. Es real.

Confieso que lo esperaba distinto. Había folklore, pero distinto a lo que imaginaba. Llegué, y vi que el espacio era mínimo. Se podía andar tras la barra, en el minúsculo escenario, y poco más. Entramos con poca gente y ya parecía lleno. Sillas apretadas, con respaldos y asientos llenos de flores, que formaban un raro jardín. Paredes atestadas de marcos, fotos, carteles y santos. ¿Había pared, de hecho? Me levanté, valiente, y fui a la barra a pedir. Dos refrescos, para qué mentir. Me atendió una mujer de aspecto fuerte y vigoroso. Rondaría los 60, y se bastaba para atender a todo el personal. Whisky, cerveza, cubata. Lo que sea. Eché un vistazo hacia las sillas, y vi el juego de luces. Cámara, luces, sonrían.

Volví al asiento, y me sentí extranjero. Pocos españoles habría allí. A mi izquierda, un matrimonio ¿alemán?. A la derecha de Jose, un grupo de ¿ingleses? En el escenario, cuatro ya dispuestos. Cerraron las puertas. La música dentro; fuera, el silencio. Vi a dos con guitarra, uno con pandereta, y otro con el triángulo para acompañar. Empezó la música. Uno de los guitarristas, con voz rota, comenzó a entonar sevillanas y versiones varias. Andalucía se presentaba en forma de acorde sureño, viajando por el poco aire que retenía el local. La mujer de la barra salió de la guarida y comenzó a servir fuera de ella. Abandonar una silla arrinconada era tarea imposible. Pasaron varias canciones, cuatro o cinco a lo sumo. El encanto avanzaba, pero no llenaba el local.

En medio de una canción, la mujer llegó al escenario y retó a un hombre a seguirla bailando. Un paso, un giro de manos, una vuelta, y el arte a rodar. Fue el aperitivo, el entrante a lo que estaba por llegar. La mujer tenía, nombre, y era Anselma. El local era su casa, y nosotros la visita. Anselma elevó su rostro, miró desafiante, y empezó a cantar. Cambió letras, alargó notas, desgarró su voz hasta el fin del mundo y, para qué negarlo, puso a más de uno el vello de punta. Había que acompañarla. Había que gritar ¡olé! y dar palmas como el que más. Tal vez empezamos nosotros, pero el resto nos siguió. Recuerdo a un chico de color, que daba palmas con poco acierto. Se sentó, y se unió a la fiesta. Le daba igual seguir el ritmo, pero sabía, como todos, que Anselma merecía percusión. Y así fue, de madrugada, como Sevilla dejó la calle para meterse dentro de mí.

No creo que quieran saber más del tercer día. Se me olvidó hablarles de una tormenta; de la calle Betis; de los que pescan en la otra ribera del Guadalquivir; de un arcoiris tras la Torre del Oro; del niño del "empaquetaje"; de que Anselma se encaró con alguien, y aún no sabemos con quién; de la loca que nos seguía a eso de las 3. Da igual. Ya hablé demasiado. El tercer día fue una rosa en el cabello recogido, y el barrio de Triana, y la noche, y las palmas y una canción. Fue el viento del sur retenido en un local. Fue Anselma. Fue, ya lo he dicho, Sevilla.

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