
Es bien sabido que la Monarquía, de una manera u otra, lleva tiempo planteando muchas dudas a los españoles. La recuperación de la figura monárquica no ha pasado a la historia precisamente como un hecho inapelable. El tono opaco que rodea el impacto económico de la manutención de la Casa Real, y la actuación de su entorno ante cualquier acto que pueda mancillar su nombre, han llevado a muchos a comenzar a hacerse preguntas de índole existencial.
Examinemos los actos más recientes : La publicación de una conflictiva (e ingeniosa) portada de la revista "El Jueves", con el Príncipe Felipe y Leticia Ortiz caricaturizados mientras copulan, y la quema de fotografías del Rey Juan Carlos en plena calle. Ambos acontecimientos (especialmente el primero) han abierto una batalla pública entre aquellos que se exaltan en cuanto se injuria a la Monarquía, y quienes ponen el grito en el cielo por las limitaciones que sufre la Libertad de Expresión, pero nos encontramos conque dicha disputa, lejos de definirse, se dispersa y confunde.
Al final, uno ya no sabe si el motivo de la discusión es la aparente imposibilidad de compatibilizar la estricta defensa de la Libertad de Expresión con la protección del honor de los Reyes, o si hay que ir más allá. Se empezó hablando de la ley que pena las injurias a la Corona, y la relevancia de ésta en los tiempos actuales, pero ha bastado poco tiempo para que se sumen los nacionalistas más afilados (que no se pierden una), y una derecha que tan pronto se pone el traje de guardaespaldas del Rey como sorprende al personal recuperando sus más primitivas inquietudes antimonárquicas (escuchen, si no, al singular Jiménez Losantos pidiendo la abdicación del Rey Juan Carlos)
La Monarquía, tras casi medio siglo de ausencia, supo sobrevivir, echando cal donde olía a muerto, y aceptando protagonizar la crónica social (con mención especial para la elección de la compañera del Príncipe Felipe), con el consiguiente camuflaje de una discusión mucho más profunda sobre su razón de ser. La España menos exigente ha aceptado orgullosa la imagen cercana y sencilla de los monarcas, aplacando al momento cualquier insinuación contra su figura. Para este sector de la población (mayoritario, para qué negarlo), el Rey es el embajador de España por excelencia, y el portavoz de Santa Klaus, un tipo "campechano" y elegante, que de ningún modo puede ser puesto en cuestión.
La Constitución, además de poner cimientos para su protección, otorgó al Rey un papel de árbitro, pero éste ha derivado más bien en símbolo estéril de la propia Unidad de España. Sólo se le recuerda (y cojamos esto con alfileres) por su intervención en el lejano 23-F, y es éste muy poco bagage para el presunto Jefe del Estado Español. A modo de conclusión, hay dos reflexiones muy claras para encarar las disyuntivas abiertas respecto al papel actual de la monarquía.
1 - Los últimos hechos acaecidos entorno al Rey son poco más que una excusa para el enésimo capítulo del enfrentamiento entre federalistas y no federalistas. Quien ha quemado una foto del monarca tiene inquietudes independentistas, y no ha actúado de esa forma porque le preocupe que en España no haya un régimen republicano. El Rey representa la Unidad de España y, como tal, es objeto de todo aquel que, habiendo nacido en él, discuta su pertenencia al Estado Español. Es posible que lo que está pasando abra la vía de discutir sobre si la Monarquía Parlamentaria es el sistema de gobierno idóneo para España, pero no hay que quedarse ahí. No creo que una gamberrada tan banal como la quema de un retrato (que, para colmo, va contra la Ley) sea el mejor modo para encarar un debate acerca de la estructura de la Nación. El nacionalismo más extremo no para de decepcionar con sus formas, y es ahí donde su necesario discurso se debilita. Alguien debería plantear que la vía política seguirá abierta mientras exista el régimen democrático. En la presente legislatura, sin ir más lejos, se han hecho avances; pequeños, pero avances. Los caminos deben seguir siendo lentos y poco románticos, pero nuestra habilidad para retomar el sendero de la crispación genera un repertorio de codazos, gritos y mordiscos en el que todos luchan por tomar posiciones al precio que sea. Para muestra, un botón. Ver a un tipo tan interesante como Anasagasti despachándose con sus recientes declaraciones no es plato de fácil digestión.
2 - En caso de plantearse la continuidad o no de la Corona, hay que partir de unas premisas. La definición de la Monarquía Parlamentaria debería proporcionar las suficientes armas para limitar el poder de la Corona y asegurar la relevancia del pueblo en la toma de decisiones del Estado. Dicho esto, es evidente que, para que la Monarquía sobreviva sin incomodar ni levantar suspicacias, debe haber una inversión urgente en transparencia y modernización. Es elocuente que todos sepamos quien hizo el vestido de boda de Leticia Ortiz, pero aún estamos por conocer qué pensaba el Rey ante la inoportuna participación de España en la Invasión de Irak.
Es realmente difícil ponderar la importancia de la Corona, de cara a medir la conveniencia de su coste. No sé si su labor diplomática tiene un peso real en las relaciones españolas con el resto del Mundo, ni tampoco si su aparente alejamiento de la política beneficia al país. Tampoco me atrevo a afirmar que una República sería un sistema de gobierno más eficiente. Hoy por hoy, la Corona, dada su escasa relevancia, ofrece aspecto de caro capricho. El oscurantismo que la rodea en todo aquello que no sea su vida social es difícil de asimilar para un gran número de demócratas. Dadas las circunstancias, es oportuno que haya un debate sobre su razón de ser, pero siempre y cuando ese debate se rija a unas formas determinadas. Bastante tenemos en este país como para usar la estrategia más cutre y banal a la hora de discutir a las Instituciones. Uno prefiere la sensatez, o la ironía (la portada de "El Jueves" podía resultar algo ofensiva, pero su trasfondo era de una brillantez y un oportunismo incuestionable), pero en este "campechano" país son virtudes que brillan por su ausencia.
Ángel.