
Contrastando con las inquietudes de Sony o Microsoft, más preocupadas por llevar el videojuego al realismo extremo y avanzar en el camino de la simulación, Nintendo ha vuelto a tirar de Super Mario, su Mickey Mouse particular, para volver a plantar batalla allá donde no tiene rival. Super Mario Galaxy, última entrega de las aventuras del bigotudo fontanero, es la confirmación de que, cuando Shigeru Miyamoto y los suyos se toman un proyecto en serio, los cimientos del videojuego tiemblan, la distancia con la perfección se acorta, y el calificativo de octavo arte empieza a tener sentido.
Super Mario Galaxy es, por encima de todo, un soberbio juego de plataformas. Su universo es, además de pasto de mitómanos que se lo pasarán en grande redescubriendo viejos mundos, personajes y melodías, uno de los más fascinantes, estimulantes y ricos jamás diseñados. En él, cualquier jugador (tanto experto como inexperto) gozará del perfecto equilibrio existente entre el control que hizo de Super Mario 64 el mejor juego de su generación, y las innovaciones introducidas por Wii. Si a ello le añadimos una riqueza incontenible de retos y secretos, un espectáculo visual inconcebible hasta el momento en Wii, y una partitura simplemente antológica, no debería darnos miedo decir que, una vez más, Nintendo ha conseguido fabricar el mejor juego de la galaxia.
Siento el tono entregado e histriónico de este texto. Corresponde al estado de shock de un nintendero tan escéptico con la nueva generación como expectante ante cualquier nuevo proyecto en el que Super Mario, Link o cualquier mito de Nintendo, tenga cabida.
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