domingo, 7 de octubre de 2007

Azul

Eran las 10 de la mañana, y el siempre molesto don Joaquín ya se encargaba de aburrir a la peluquería. ¡A quién le interesaban sus discusiones con los proveedores! Qué miedo tenía el barbero cada vez que le cortaba el cabello. Sabía que algún día, entre bostezo y bostezo, se le iría la mano con la tijera. Mejor no pensar en ello -se decía a sí mismo-. Este hombre sólo quiere desahogarse.
Aquel era un día nublado, de los que no apetece salir a la calle. La lluvia está ahí, como la suegra. Llegaré pronto, pero no te prepares, que apareceré cuando menos lo esperes. En la barbería, nada nuevo. Las mismas fotos en blanco y negro, llenas de sonrisas inexpresivas para enfatizar el corte de pelo. La pared agrietada por la humedad. La emisora de pasodobles de los años 50. Las mismas revistas de siempre. Y allí, entre conversaciones, ocultándose tras el rechinar de las tijeras en el aire, un espectro atravesaba la barbería de lado a lado. Era Ismael. Dos años habían pasado desde que el peluquero le contratara como ayudante. Dos años limpiando asientos, llenando frascos de colonia, cambiando cuchillas, lavando cabezas piojosas, barriendo mares de cabellos. Ah, el barrer.. Ese era el mejor momento del día. Cogía todos los cabellos y los separaba. Por colores, por formas. Las canas a un lado, el azabache al otro. Los rizos aquí, las sábanas lacias allí. Orden y método. ¡Cómo mandan los cánones!

Ismael pasó ese día como todos. Mirándose al espejo de vez en cuando y no viendo nada. Hacía mucho que no veía nada. Sólo el resto de un alma en pena, que se levanta por la mañana pensando en volverse a dormir. Un hombre hundido a los 32. Al cerrar, salió a la calle abrigado, pues hacía un frío de mil demonios. Paró en el colmado a comprar algo para la cena, unas latas de conserva y una botella de vino. Al llegar, abrió el buzón. Notó algo. No quiso ni mirar. Hacía mucho que no recibía cartas. La última venía sin sellar. Era un mensaje. Breve y directo. “Te has enamorado de quien no debías”. La firmaba un tal Cupido. Tal vez ahí empezó todo. Dichosos ojos azules, en qué momento le dio por naufragar en ellos.

Después de cenar, Ismael cogió la carta. Era del juzgado. Le había tocado ser parte de un jurado popular. ¡Vaya por Dios! Leyó el resto con desinterés, pero se detuvo al leer el nombre del procesado. Guillén Cuevas Álvarez. No podía ser. Volvieron a su mente instantes que creía extintos, desaparecidos. Era la espuma de las olas, estallando al romper contra la costa. Un orgasmo de recuerdos. Un balón de fútbol, una peonza, unas chapas, una mochila, una pelea, con su nariz rota, su camiseta rasgada y su reconciliación. Era Guillén. El mejor amigo del pequeño Ismael.

El juicio pasó rápido. El abogado de oficio no dio la talla, y a Guillén le cayeron 30 años. Le juzgaban por homicidio. Un atraco mal pensado, una cajera rebelde, y surgió la tragedia. La defensa alegaba enajenación mental, pero no pudo ser. Ismael asistió impávido al show, en su butaca, sentado entre dos señoras de alta sociedad, y formando parte de una pléyade de Dioses por un día. No prestaba atención a los letrados, ni siquiera a la atractiva fiscal. Ni siquiera quiso saber nada del veredicto. Sólo podía fijarse en su viejo amigo. Apenas debía pesar 45 kilos. Viejo y desaliñado. ¿Qué te ha hecho la vida, Guillén?

Pasaron unos meses, cuatro tal vez, e Ismael decidió ir a ver a su amigo. No sabía qué decirle. ¿De qué hablarían, del tiempo pasado? Es duro pensarlo. ¿Cómo te presentas, 20 años después, ante alguien a quién la vida le ha dado el golpe de gracia? Allí estaba él. El inicio fue duro. Ni le reconoció. Era como imaginaba. Una pantalla separadora. Mil segundos de silencio. Ojos que lo dicen todo. Una mano pegada al cristal para decir hola. Una foto que saca una sonrisa. Y poco, muy poco, que decir. Hablaron del pasado, porque el futuro era el infierno que ambos compartían. Uno en libertad, el otro no. ¿Pero qué más da, si la vida es la peor de las jaulas? Grande y espaciosa, para que te confíes. El final fue duro. Guillén vio partir a su amigo y se volvió, entre lágrimas saladas. Esas que te dan la bienvenida al mundo, y que no se pierden el momento en que te despides de él.

Inseguros fueron los pasos que arrastraron a Ismael hacia un extraño club. Había mucho que pensar. Pidió un whisky, para aclarar ideas. Miró al camarero y vio en él al barbero. “Otro psicoanalista no reconocido” -pensó-. Una misteriosa mujer se acercó a pedirle fuego. Ismael se planteó abandonarse a la noche, como muchos, para amanecer entre las sábanas de una desconocida. Pidió otro whisky. También podría beber y departir con el camarero hasta altas horas de la madrugada, tumbado en una almohada de frutos secos. Descartó ambas opciones. Volvió sus ojos al escenario y allí, envolviendo la noche en tela de algodón, sonaba una voz femenina, y una canción que le hizo recordar:

“She wore blue velvet…Bluer than velvet were her eyes...”

Moría la canción y, con ella, la noche. Ismael se vio a sí mismo en mangas de camisa, ebrio y amargado. Apuró su whisky y decidió volver a casa. Una copa más y no la encontraría. Llegó tarde, bajo el vuelo de una gaviota, junto a la melodía del alba. De la portería salió un hombre. Ni los buenos días. ¡Para qué, si nadie los da! Antes de subir a casa, Ismael buscó en su buzón, como de costumbre, y allí había una carta. Estaba escrita en una letra familiar, y en aquel precioso papel azul de ultramar. Como en tiempos pasados. Así debió ser siempre. Sonrió, por fin. Cuánto tiempo hacía. Era ella.


Ángel, (29/02/2004)

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