viernes, 26 de octubre de 2007

Las Mil Estelas del Arco Iris [Parte II]

En Nueva York, un puente es como una eterna cuerda de violín donde la música une el cielo con el infierno. En un lado suena un triste réquiem; en el otro, una ópera estruendosa. El viajero abandona el Bronx y se adentra en la zona noble de Queens, cambiando harapos por etiqueta; y pobreza por fastuosidad. Andamos sobre las aguas, y pusimos pie en calles donde la exquisitez se respira, y las mansiones lucen arte en el jardín. Bastaron diez minutos para convertir panes en peces. Palabra de arquero.

A medida que avanzamos por Queens, la esencia sumó una letra y se esparció en los mil colores que emana América Latina. Los latinos suman en Nueva York una comunidad que supera los cuatro millones. La mayoría, encontró casa y patria en Queens. Allí, hay barrios donde hay calles, tiendas y comida. Nada de streets, shops and food. Son barrios llenos de azul y amarillo; de rojo y verde. Allí hay picante y sabor; música y color. El guía, colombiano, elevó su voz en grito, y proclamó que nadie como los latinos. "Salgan, sigan el rastro, y degusten una empanada". Les diré algo. Eran las 12, el estómago rugía, y nada como una empanada. No era USA. Era Colombia, Perú, o México lindo. Un detalle más. Queens también tiene equipo de baseball: Los New York Mets. Pasamos al lado del Shea Stadium. Es la casa donde batean Castro, Delgado, Castillo y Hernández. Comparten con los Yankees logo y color azul, pero donde había blanco, hay tono anaranjado. Y nada de "Come on!". En Queens el grito de guerra comienza por "¡Vamos!"

Dejamos Queens, para aterrizar en Brooklyn. Entre todas las leyendas, el guía eligió la de los judíos ortodoxos. Me lo cuentan, y no me lo creo. En Nueva York habita una Comunidad que ha plantado cara al discurrir del tiempo, y que ha grabado sus leyes en los rostros de la gente. Recuerdo a los judíos, vestidos de negro, ataviados con sombrero, largos chaquetones y camisa abotonada hasta el cuello. Recuerdo su extraño peinado, con poco pelo en el centro, y largas trenzas en los lados. Les recuerdo mercadeando en plena calle, y construyendo casetas de madera, anunciando tiempos de rezo y clausura para todos. Lo que no recuerdo es su mirada. Siempre la escondían de nuestro alcance. Tal vez sea una forma de pedir respeto, y de decirle al visitante que está atravesando Tierra Santa. Ni les conozco ni les juzgo. Decidieron vivir en otro Mundo; en otro Tiempo. Que así sea.

La excursión acabó en China. Podría decir Chinatown, pero digo China. Porque si no caí en plena China, que me maten ahora mismo. Ruido, pescado, humo, arroz, símbolos chinos, templos, y gente, mucha gente. Era China, pintada de rojo. El olor era distinto, mucho más fuerte y condensado que el del resto de Manhattan. Visitamos puestos ambulantes, donde la clandestinidad, las puertas secretas, las miradas desconfiadas y el regateo están a la orden del día. Queríamos poner a prueba la fama de las imitaciones. Allí, se vende más de lo que se enseña. Se tiene más de lo que se cree. Uno puede salir del puesto, y ver como el vendedor recorre dos calles para contraofertar. Es el precio, y el dinero, lo que da o quita poder.

Al lado de Chinatown comienza Little Italy. Era volver a Europa, por unos instantes. Las calles eran atravesadas de punta a punta por enormes banderas italianas. El reloj marcaba las 2 de la tarde. Comimos en un pequeño restaurante, donde nos sirvieron pasta, pan con aceite y postres de artesanía. Todo, magnífico, todo cercano. Hasta el Sol presentaba sus rayos con aire Mediterráneo.


Comenzamos la tarde paseando por calles ya conocidas, mientras nos acercábamos a uno de los símbolos de Nueva York: El Puente de Brooklyn. Ya se lo dije al principio de este relato. Hay puentes que unen mundos, como éste. Nosotros llegamos desde Manhattan, atravesamos sus enormes arcos, y tomamos posición en el centro para ser sorprendidos por el atardecer. Allí nos acomodamos, y elegimos matar el día disfrutando del mejor mirador de Manhattan. Hay mucha belleza en este mundo para el que se molesta en observar. Observamos serenos, dejando pasar las horas, hasta que el Sol se despidió de nosotros, sumergiendo a Manhattan en el cálido baño de los últimos rayos; tiñendo de rosa el horizonte, y oscureciendo Brooklyn. Curiosa manera de repartir las cartas, ¿No creen?


Ángel.

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