martes, 2 de octubre de 2007

Las Voces de Harlem

Amanece, y el Sol emerge vanidoso, lanzando luz sobre las ventanas de los enormes rascacielos. El clima es agradable, aunque algo fresco. Ya llegará el calor. Sorprende el vacío de la Quinta Avenida. Domingo es domingo, incluso en Nueva York. Nuestra pretensión es recorrer a pie el camino que nos separa de Harlem. Somos ilusos, sin saberlo aún. Nos detenemos a hacer fotos en cualquier punto. Ya hay retrato de la Catedral de Sant Patrick, de Tiffany y del futurista templo de Apple. Avanzamos, y observamos como la escala del mapa se vuelve enemiga, haciéndonos creer que las distancias no son tan grandes. Hay misa a las 10, con coro Gospel y todas las de la ley. ¿Llegaremos?

Al ver que el tiempo se echa encima, optamos por un taxi, el segundo del viaje. El taxista nos permite subir sin darse cuenta que somos cinco. Nos dice que no puede llevarnos, pero echa números, intuye la propina (nuestra generosidad al respecto quedará grabada en las memorias de Manhattan), pisa el acelerador y guarda silencio. Tomamos nota para el futuro. Cinco plazas y cinco cinturones de seguridad es sinónimo de cuatro pasajeros.

Los cambios acechan en Harlem. La paleta ofrece menos colores que en la multicolor Manhattan. Ésta es tierra de tonos arenosos y apagados, de aspecto desgastado y cierto aroma ancestral. Lejos del descaro de su hermana, la tímida Harlem se muestra como una foto guardada, esperando a que alguien la revele y la ponga en el comedor. La exhibición multirracial desaparece, retrocediendo ante el aplastante dominio de una comunidad, la negra, que deja claro con su presencia que estamos en su territorio.

Tras bajar del taxi, echamos a andar hacia la Iglesia, encontrando familias impecablemente vestidas, y palpando un respeto absoluto hacia lo que estaba por venir. Al llegar allí, nos tocó encabezar el segundo tramo de la cola, situada en la parte posterior de la Iglesia. A pocos metros, dos hombres montaron sendas mesas, y sacaron enormes sandías de un almacén. Uno de ellos comenzó a hacer cortes, trocear las frutas y preparar pequeñas raciones para vender y aportar algo a la Comunidad. De pronto, llegó hasta nosotros una joven, preguntando por la ubicación de la puerta principal. Tenía aspecto de viajera solitaria, de aventurera, de habitante de albergues y vagones de tren. Había algo en ella de muchos mundos, de mucha gente, pero desapareció tan rápido que apenas dio tiempo a pestañear.

La entrada a la Iglesia fue lenta y silenciosa. Un fornido vigilante nos acompañó por una estrecha escalera, y nos hizo entrar por la parte superior del recinto para asistir a la ceremonia. La Iglesia, estructurada en forma de pequeño escenario, se dividía en dos pisos. El inferior estaba formado por un pequeño altar, desde el que los oradores se dirigían al respetable, una hermosa pila bautismal con forma de pequeña alberca, y decenas de bancos para albergar a los asistentes. La superior albergaba al coro de Gospel, que rompía con su alegría la sobria y rigurosa decoración, y el resto de asientos.

La misa se forjó a sí misma como una obra de teatro, y se desarrolló en tres actos, estrictamente marcados en el tiempo. El primero de ellos tomó forma de Crónica Semanal. La oradora, impecable en su presencia y meticulosa en el discurso, recorrió la semana, recordando los actos más destacables para la Comunidad. A continuación, tomó la palabra un tal Dr. Smith, que salió a contar las excelencias de su centro de ayuda, y acabó llevándose una de las ovaciones de la velada. Finalmente, una mujer apareció, tirando de decisión y brío para ofrecer el lado más religioso de la misa. Predicó la palabra de forma contundente, haciendo hincapié en expresiones como "God is good" o "Amen" , y ganándose, de forma continua, expresiones de complicidad, asentimiento, aplausos e incluso alguna que otra rotunda afirmación. Era el asistente un público entregado, gozoso, que saboreaba en el paladar cada momento de la misa.

He dejado aparte al coro. Un enjambre de voces negras apareció varias veces durante la misa para alzar sus voces y pintar de música y color las paredes del recinto. Uno, emocionado, no podía menos que dejarse llevar por la música, y acompañar con palmas (y hasta cantando, para qué negarlo) los sonidos de una misa difícil de olvidar.

Tras tres horas, terminó la misa, tras lo que abandonamos Harlem a pie, aspirando su aire envejecido, parando en sus canchas de baloncesto, y acercándonos a una Manhattan que, a lo lejos, aún tenía mucho que ofrecer.

Ángel.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hacer de lo indescriptible algo palpable...

Haces que cualquier sitio se convierta en envidiable.

Anónimo dijo...

Nuevamente Chapo. Mientras leia he ido recordando toda esa mañana, todo lo que vivimos y sentimos. han vuelto a mi todas las experiencias que me quise llevar conmigo.
Leyendo el capitulo te sientes privilegiado de saber que has estado ahi y que al lado de todo lo que relatas estaba yo.
Estoy contigo es una viaje que seguro que nunca olvidaremos..

Anónimo dijo...

Qué cecirte Ángel, una vez más, me dejas sin palabras...
Con tus escritos consigues que una se enganche a ellos. Me he dejado llevar y he vuelto a vivir esa mañana en Harlem.
Así pues, espero con muchas ganas el capítulo 3 de este diario que narra ese gran viaje. Un viaje que jamás olvidaremos.