martes, 2 de octubre de 2007

La Ciudad de los Mil Colores

El velo que separa las fronteras de Estados Unidos del resto del mundo tiene tal densidad que uno pasa los momentos previos preparándose a conciencia para cruzarlo. El recibimiento americano es desconfiado, algo hostil, con los de inmigración y aduanas pasando los primeros filtros. Cuando uno deja claro que sólo va de visita, y no para quedarse ni atentar contra el Imperio, el primer pie corre solo hasta pisar tierra firme. Un europeo vive un momento que dista mucho del que vivieron Colón, los Pinzón o Vespucio hace más de medio milenio. De la tierra salvaje, indígena y virgen sólo queda un viejo aroma. Nueva York, destino de soñadores por excelencia, emana otras esencias, más cercanas al poder y la grandiosidad que al penetrante olor de la tierra mojada.

El aeropuerto JFK se encuentra en el distrito de Queens, alejado de la parte central de Manhattan, que hacía de sede para nuestro hotel. El desplazamiento se hizo en taxi, momento esencial para empezar a entender la naturaleza neoyorkina. El taxista, de raza negra, salió del coche vistiendo una túnica más propia del corazón de África que de Nueva York. Afirmación equivocada, propia del que ignora una ciudad donde continentes, razas, culturas y religiones se fusionan creando un inmenso y perfecto mosaico, en el que sólo es extraño aquel que se niega a ser parte y se aísla como mero observador.

Manhattan es un escenario que marca los tiempos ante el visitante. Aparece lejana, seductora, mostrando un rosario de puentes, edificios y colores que, con el mar de por medio, invita a acercarse desde el susurro. Sin embargo, al penetrar en sus calles, Manhattan cambia su rostro, mira desde arriba, y se erige delante de uno con contundencia y poderío. Lo primero que llama la atención es la grandiosidad de sus edificios. Superan cualquier imagen previa que podamos tener sobre su tamaño. Uno entiende que les llamen rascacielos, pues algo deben sentir las nubes al ser rasgadas por tales colosos.

Previo paso por un hotel que no merece ni comentario, llegó la conquista de la gran ciudad. Salimos a pie, caminando por la Sexta Avenida, en dirección al legendario Madison Square Garden. La toma de contacto fue inapelable. Allí estaba Times Square en pleno sábado, lanzando oleadas de gente, luz y colores por doquier. Nueva York mostró aspecto de ciudad que no duerme, que ni se detiene ni permite que nadie se pare en sus aceras. El movimiento es tan continuo, tan preciso (como nos dijeron más tarde, las multitudes se mueven tan acompasadas que no hay lugar para el contacto físico), que uno queda invitado a fundirse en él, dejarse llevar a cualquier parte, y entrar en estancias abiertas, sin tener que llamar a la puerta. Y fueron las puertas del más famoso de los pabellones, el Madison Square Garden, las primeras en abrirse en la ciudad de Nueva York.

La obsesión por el Showtime y la creación continua de dinero ha hecho del americano un enfoque distinto al europeo. El deporte, paradigma del entretenimiento de masas, no podía escapar a esta manera de entender el mundo. La publicidad y la explotación de recursos se imponen al propio deporte, minimizando el aire romántico y épico que le caracteriza. Asistir a un partido de hockey en todo un Madison Square Garden es una experiencia realmente interesante. Lejano al dinero, y cobijado en su gélido vestido, el pabellón exhala frío por sus poros mientras sobre su lona se dan cita mil y un movimientos a velocidad de vértigo. Los jugadores se deslizan sin parar, rotan continuamente, chocan entre ellos y golpean con fuerza el disco buscando portería. El dinamismo sólo se interrumpe en un hipnótico momento en que, para sorpresa del que no conozca el deporte, dos adversarios empiezan a golpearse ante la pasividad de los árbitros y el griterío de un respetable que corea los puñetazos como romanos en el Coliseo. Al final, poco importa el resultado. El sentir de una afición derrotada se recupera a golpe de refrescos y merchandising.

Al volver hacia el hotel, recorrimos el camino inverso, hasta topar de nuevo con Times Square. La noche más cerrada convierte este punto en un sensacional espectáculo. Retando a las tinieblas, en medio de la ciudad se levantan enormes pantallas de luz, en las que el universo audiovisual aparece vestido de gala para darle color y brillo a las calles de Nueva York. En Times Square no se puede cerrar los ojos. Sólo hay que esperar a sentirse solo, colocarse en el centro de la encrucijada, dar un giro de 360º, abarcar hasta donde se pueda con los ojos, y grabar en la retina un momento difícil de olvidar.

Ángel

1 comentario:

Anónimo dijo...

Simplemente chapo. Muy bueno. A la espera de los siguientes capitulos.