domingo, 14 de octubre de 2007

La Mirada de Dios

El Downtown, o zona sur de Manhattan, cierra filas ante el mar tras un ejército de rascacielos. Es allí donde se ubica el centro económico de Nueva York, engalanado en el pasado por las Torres Gemelas, y marcado eternamente por el vuelo de dos pájaros de fuego. Una calle ensombrecida llamada Wall Street, que se protege del Sol entre colosos, es capital y símbolo de este imperio financiero. Allí, es destino del caminante toparse con la sede de la Bolsa, el ancestral edificio de la Reserva Federal Americana y, ante todo, con la fuerza de un escenario donde el dinero lo mueve todo a una velocidad superior a la normal.

Con las energías al mínimo, optamos por comer en un McDonalds donde la normalidad fue interrumpida por el pasado. A punto de terminar, una joven comenzó a tocar el piano, adornando la entrada de una extraña mujer. Tendría 70 años, y era una Bette Davis decadente, regada con gotas de dama victoriana. Tomó asiento, desprendió aroma de otros tiempos y llenó de elegancia y delirio el restaurante. Preparó su mesa, tal vez esperando que le sirvieran el té de las 5. Se puso a leer y olvidó donde estaba. De no ser por mi amiga Tere, habría olvidado su bolso. Tal vez le habría dado igual. Ya se dejó la vida en otra ocasión. Fue imposible salir sin mirarla y decir "Good Bye".

Hubo paseo de sobremesa, alguna tienda, nuevo barrido a la Zona Cero y, para acabar, visita al Winter Garden. Jardín e Invierno. Imposible definir mejor un universo de cristal, en el que la luz rompe las claraboyas para llenar de claridad y grandeza lo que estaba destinado a ser un simple centro comercial. Visto desde fuera, el Winter Garden es un arco que se hace pequeño entre rascacielos. Desde dentro, un inmenso jardín rodeado por gigantescas ventanas, donde el suelo es un lago cristalino, en el que todo se refleja y da lástima pisar.

El día avanzaba, guardando con papel de regalo nuestro último destino. Nuestro aliento había volado muy alto al ver La Estatua de la Libertad, así que decidimos subir a buscarlo al mismo cielo. Nueva York es ciudad de muchos príncipes y un solo Rey. Su estandarte, aquel que atraviesa las nubes como una daga de acero, es un imperial edificio que responde al nombre de Empire State Building. 102 plantas. 443 metros de altura. ¿Subimos?

Subir al Empire State es experiencia obligada para cualquier visitante. Ver la ciudad desde su cima es el sueño de muchos ojos. Unos prefieren el día para desafiar el horizonte; otros, la noche para dejarse llevar. Nosotros elegimos ser soñadores. Hicimos cola para recoger la entrada, salimos de allí, y volvimos más tarde con la noche cerrada como telón. Al entrar, nos tomaron una instantánea para el montaje de rigor. Subimos en un ascensor, que recorrió parte de las plantas. Después, cogimos otro. Miramos el número. 86.

Al bajar, y salir fuera, vimos pocos huecos y demasiada gente. El mirador está habilitado en forma de gran balcón, con una alta reja como protección. Un par de minutos bastaron para recorrerlo, encontrar sitio, y lanzar nuestra mirada hacia fuera. Es imposible explicar lo que se siente mirando el mundo desde las alturas. Todo parece minúsculo e intrascendente. La Ciudad es un gran puzzle que acabamos de hacer con las manos. Los coches son puntos de luz. Las personas, simplemente, no existen. ¿Será esa la mirada de Dios? Mereció la pena poder ver. Hoy la merece poder recordar. Yo recuerdo paz, y silencio. ¿Y vosotros? Recuerdo que charlamos distendidamente con un guardia puertorriqueño. Puso nombre a las miniaturas. ¿Qué es aquello, el puente de Brooklin? ¿Y aquello otro? Qué triste fue bajar de allí. Qué triste volver a ser persona.

Volver al hotel fue intrascendente. Como lo fue ir a cenar. Como lo fueron el edificio Chrysler y la Estación de Tren. Como lo fue pasear hasta una ONU vigilada por todas partes, para verla de noche, hacerle una foto, y provocar que la policía nos echara de la zona. Nada en este mundo importa, cuando uno ha creido ver lo que ve Dios cada día desde las alturas.

Ángel.

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