lunes, 8 de octubre de 2007

La Gran Dama de América

Lunes, y no domingo. Agua fría en los ojos, y no baño caliente. Café para llevar, y no para degustar. Carrera frenética, y no paseo. Estrés, y no calma. Corbata de oficina, y no de misa. Gritos, y no susurros. Nueva York, 7:00 A.M.

Las vacaciones tienen algo de perverso. Son un cine en el que proyectan un documental sobre tu día a día, pero aliñado con el privilegio de mirar desde fuera. Aun cerca del mundanal ruido, uno no es parte de la ciudad, sino un turista que se acerca a un entrañable agente de policía para hacerse una foto con él. A propósito, ¿Creen que se molestó? Deberían haberle visto diciendo "Say Money", mientras miraba sonriente al objetivo.

Era una jornada sin número en el calendario. Los mitos de la ciudad salían a nuestro paso, hundiendo las huellas del pasado en mares de aliento contenido. Recortando su silueta en medio del mar, esperaba en medio de su islote la Estatua de la Libertad. Llegar hasta ella implicaba cruzar la ciudad de norte a sur, llegar hasta el puerto y coger un Ferry. Hartos de esperar el autobús, bajamos al subsuelo para coger el metro. En Nueva York, el tren subterráneo hace honor a su naturaleza e, incapaz de competir ante el deslumbrante espectáculo de las calles, serpentea vestido de tren gastado y meramente funcional. Tras un rápido trayecto, alcanzamos el Downtown y, tras pasar por una Zona Cero que trabaja contrarreloj por rellenar su vacío con ruido y hormigón, encontramos sin problemas el sendero hacia el muelle.

La cola de espera fue bastante más corta de lo previsto, y pronto montamos en el Ferry que nos conduciría hasta la Estatua de la Libertad. Navegamos durante poco tiempo, que fue suficiente para observar la curiosidad del turista oriental. Es éste un ser con una fuerte tendencia a fotografiarlo absolutamente todo. Da igual retratar un rascacielos que el pantalón del vecino. Todo merece un golpe de flash.

Poco a poco, entre la caricia del Sol y el vaivén de las olas, fuimos alejándonos de Manhattan y llegando a nuestro destino. Las vistas de la ciudad eran suaves y espléndidas desde el Mar, pero incomparables a lo que estaba por venir. Sobre un altar estrellado, vestida con túnica de piedra, se alzaba, altiva y orgullosa, la Gran Dama de América. Observando a los navegantes con indiferente mirada, la Estatua custodia la ciudad, alzando su antorcha sagrada en busca de la llama del Sol. Uno se siente la nada al presentarse ante ella. Más que a una gran talla, uno vé a la emperatriz que libera al esclavo mostrándole el Oceano. Da igual que sea 4 de Julio o 20 de Noviembre, pero ya he reservado otro momento para verla por última vez.

Tras hacer fotos, visitar una tienda y tomar un granizado, abandonamos tierra firme. El ferry nos conduciría hacia Ellis Island, un islote situado en el puerto de Nueva York que acabó siendo, a finales del Siglo XIX, la principal aduana de la ciudad. En un gran tributo a la historia, se ha aprovechado el edificio principal para ofrecer un recorrido por el pasado, en el que es posible buscar antepasados, rostros anónimos y revivir experiencias de los que llegaron con un sueño como equipaje.

Ellis Island esconde muchos secretos y voces apagadas. Entrar en Nueva York tenía un precio, y no todos el dinero para pagarlo. Aún se puede percibir los llantos de los deportados y la alegría de los admitidos. Fueron tantas las tierras abandonadas por una oportunidad; tantos, los colores por cruzar; tantas, las ilusiones por zurcir. Es difícil salir de allí sin cambiar la mirada. El Ferry costeó por el pasado, abandonándonos en la ciudad con el sentimiento de un inmigrante. New York, New York..

Ángel.

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