viernes, 19 de octubre de 2007

Las Mil Estelas del Arco Iris [Parte I]

Si Nueva York fuera un Arco Iris, Manhattan sería su estela más brillante. Es tal la luz que proyecta la isla, que resulta tentador olvidar que sólo es una de las cinco partes que forman la ciudad. Mas allá; a norte, sur y este, Nueva York se extiende por caminos anchos y desprotegidos, dejando al viajero en manos de tierras raciales y de tez mucho más ruda y oscura. El martes era día para salir a explorar más allá de Manhattan. Contábamos con guía, autocar, compañeros de viaje y cuatro horas por delante. El recorrido cubría, básicamente, cuatro zonas: El distrito del Bronx, el área latina de Queens, el barrio judío de Brooklyn y, finalmente, el Chinatown. Tras recoger a todo el personal por distintos puntos de Manhattan, el autobús comenzó a avanzar lentamente, buscando el norte, con objeto de dejar atrás la isla, atravesar Harlem, y penetrar en la temida y peligrosa zona sureña del Bronx.

Si mirásemos Nueva York desde el cielo, veríamos que Manhattan es un brazo alargado y afilado, que atraviesa sin contemplaciones el dañado corazón del Bronx. El visitante, al llegar al distrito, lo hace desde el sur, aterrizando en barrios donde la delincuencia, las bandas callejeras, las drogas y la inestabilidad social han marcado de por vida un paisaje difícil de recuperar. La zona huele a cansancio, desgaste y depresión. Allí, un colegio recibe a alumnos armados, y los esconde del mundo mediante ventanas llenas de rejas. La pobreza no se ve, pero se atisba. El peligro se esconde, y adopta forma de vacío y ausencia de vida en las calles. La sangre y el grito descansan de día, guardando fuerzas para la noche. El Bronx, a simple vista, no parece más peligroso que otras ciudades conflictivas, pero su forma de retener el aire es difícil de explicar.

Dentro del paisaje, las áreas de beneficiencia toman capital importancia. La pobreza y la falta de oportunidades ha llevado a muchas mujeres a recurrir a la ayuda social para salir adelante. Son enormes las colas para obtener comida, ropa o limosna. El problema va más allá, y acaba en una diabólica espiral en la que las jóvenes son obligadas por sus madres a tener hijos para recibir más ayudas, renunciando éstas a trabajar para no perder la beneficiencia. Esto también es Nueva York.

Explicó el guía que el Estado se muestra tan comprensivo como contundente al enfrentarse a la delincuencia en este área. Organiza programas de reinsención social con el mismo rigor que usa sus armas para aplastar a las bandas callejeras. Afirmó, sin inmutarse, que "Si unos delincuentes secuestran un edificio, el Estado enviará a la policía. Si la policía fracasa, enviará a los SWAT. Si los SWAT no son suficientes, enviará a la guardia nacional. Y si ésta tampoco lo es, enviará un F16 para que vuele el edificio. Nada, absolutamente nada, es más fuerte que el Estado" Esto es literal. Éste es el frío e implacable concepto americano de la seguridad. El Estado por encima del individuo. Y al que no le guste, que no mire. Difícil de asimilar, lo sé.

El Bronx es la cuna de los Yankees, legendario equipo de baseball, cuyo símbolo, formado por una N y una Y entremezcladas, trasciende el deporte, y se convierte en santo y seña de esta parte de la ciudad. Fue en el Yankee Stadium donde hicimos la primera parada de la excursión. Contó el guía que pocos equipos en el mundo cuentan con una afición como la de este equipo. Cuando juegan los Yankees, el estadio reúne en sus gradas a miles de voces que, por unas horas, olvidan momentos vividos, cierran heridas abiertas, y saltan y gritan junto a sus vecinos. La devoción va tan lejos que, cerca del estadio, hay un gran mural pintado en una pared con leyendas del calado de Babe Ruth o Joe Dimaggio. Uno pensaría que esto es normal, hasta que comprende el significado que tiene un graffiti para un ciudadano del Bronx. Allí, un graffiti es el homenaje a un caído, algo así como una gran lápida en la que la austeridad de un cementerio es sustituida por la más enérgica e incontenible demostración de arte.

Inesperadamente, el Bronx se convirtió en un gigantesco museo, en el que las paredes eran lienzos, y los murales, obras de culto. Así, llegamos al impresionante Graffiti dedicado a Big Punisher, un legendario rapero de origen portorriqueño, exponente máximo de la cultura más arraigada del distrito. El Bronx es la calle pura y dura, desprotegida de maquillaje, y entregada en manos de bandas violentas. Allí, la ley la marca la fuerza. Big Pun no es sólo adorado por ser un formidable rapero. El orondo artista creció en la calle, y bebió de ella antes de cantar. El mural que le recuerda está en un punto donde las vías del tren recorren el aire, y donde los cables de luz están llenos de zapatillas, símbolos de humillación para aquellos que caen en manos de una banda rival.

El autocar avanzaba, para salir del Bronx, acariciando un asfalto lastrado por demasiadas cicatrices. La voz del guía, lejana, nos habló de un joven africano que murió tiroteado en plena calle. La policía buscaba a un violador; él estaba en el sitio equivocado, echó a correr y perdió la vida tras recibir 41 disparos. Llevaba unos pocos días en la ciudad. Fue en busca de un sueño, y le arrancaron la luz y la existencia. Por los siglos de los siglos. Amén.

"...41 shots....and we'll take that ride. Cross this bloody river to the other side..."

Ángel

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