miércoles, 17 de octubre de 2007

Surcos

Naledú era una solitaria aldea gallega donde Carlos y su familia solían pasar sus vacaciones. Allí se sumergían en un largo baño de tranquilidad y descanso, alejados de las prisas y el nerviosismo reinantes en la gran ciudad. Como todas las mañanas, Isabel, la abuela de Carlos, se levantó la primera. Fue hacia un pilón de agua y llenó una palangana azul para lavarse la cara. A continuación, se dirigió hacia la vieja cocina de leña y la alimentó con los leños y maderos que Julián, primo de la familia y dueño de la casa en la que habitaban, había recogido la tarde anterior.

Cuando Carlos despertó de sus sueños vio a Sonia, la gata de Julián, durmiendo al pie de su cama. Era una gata linda, negra y misteriosa, cuyos silenciosos ronquidos acompañaban al único sonido que emitía aquella vieja habitación, el revoloteo de una mosca que agotaba sus últimos segundos de vida sin saber que en breve iba a ser aplastada por una zapatilla. Siempre que abría los ojos, el joven se entretenía examinando las caprichosas formas que la humedad había dibujado en aquellas paredes sin pintar. Donde hoy descubría la cara de un tigre, mañana se posaba el nido de un avestruz, y donde ayer le había parecido ver la silueta de sus añorados amigos, hoy se encontraba con la imagen de un desgastado violín.

Al entrar en la cocina, Carlos percibió los mismos olores, colores y sensaciones de todos los días. El olor a leña y café, el negro de unas paredes manchadas por el tiempo y el humo y, sobretodo, aquel remolino de polvo que se formaba a través de los rayos de sol que se colaban por la ventana como lanzas en la oscuridad. Fuera, entre los lejanos gritos de las aldeanas, los berridos de las ovejas y el fresco despertar de aquellas tierras, se divisaba un amenazante grupo de nubes que ponía en peligro el ya típico paseo vespertino con la familia.

Tras una copiosa comida en la que los Díaz degustaron un tradicional cocido, llegó la tarde y, con ella, la temida lluvia. Un televisor que a duras penas sintonizaba los canales locales y una envejecida y desgastada baraja de cartas se presentaban como las únicas armas contra las que combatir el aburrimiento, hasta que una voz familiar saludó desde el rellano. Era don Casimiro, el más viejo de la estirpe de la madre de Carlos.

-Buenas tardes nos dé Dios –dijo don Casimiro-.
-Buenas tardes, tío. –respondió Luisa, la madre de Carlos-. Pase dentro, no vaya a congelarse de frío, y tome un vaso de vino.
-De acuerdo, hija pero, si no es molestia, pon algo para mojar, que a estas horas el estómago siempre cruje.

Luisa sacó una caja de galletas ante la desaprobatoria mirada de Carlos, quien veía peligrar el desayuno del día siguiente. El chico sabía que don Casimiro siempre contaba interesantes historias sobre la guerra civil, pero ya se las sabía todas de memoria. Dos horas después de su llegada, el vino empezó a hacer su efecto, y los relatos en los que el anciano volvía a recorrer bosques infestados de lobos y soldados extraviados comenzaron a rebotar en el techo como piedras en el agua, para después hundirse en los abismos del olvido de los presentes.

Se acercaba la noche, y la lluvia no hacía sino arreciar. Alimentado por el vino y el espectral paisaje que formaba la oscuridad, don Casimiro cambió de improvisto el tono de su voz. Esta se hizo profunda y grave. Oscura y misteriosa. Atentando contra su perpetuo refugio en la guerra, el viejo se sacó de la manga un fantasmal relato que se hizo famoso entre los lugareños en años ya borrados por el franquismo. En él se contaba la historia de don Pascual, un hombre al que una manada de lobos le arrebató a su único hijo, y que vivió desde entonces torturado por el tormento de la soledad.

“Cuando era niño, era habitual que en los días de lluvia se mencionara a don Pascual. Hombre desgraciado, aquél. Recuerdo que, al llevar a las ovejas a pastar, mi hermano y yo pasábamos al lado de su casa, perdida en el monte, y lo encontrábamos sentado en la soledad, mirando hacia ninguna parte. Muchas veces, las lágrimas le empañaban los ojos, escondiéndolos de la voracidad de los curiosos, pero jamás, repito, jamás, se olvidó de darnos los buenos días. Pues bien, familia. –don Casimiro dio un sorbo a su vaso de vino y prosiguió- Contaban los vecinos que una noche de lluvia, como tantas otras, don Pascual oyó extraños ruidos en el exterior. Al salir fuera, pisó su extenso huerto y vio un surco perfectamente trazado en forma de cruz. Un trabajo tan meticuloso no podía ser obra de la lluvia, y no había en el pueblo nadie capaz de hacer algo así en una sola tarde. El aldeano siguió el surco y, a lo lejos, vio la silueta de un adolescente, de unos 14 años, que le saludaba con la mano. Aterrorizado, con un candil en la mano, se acercó a él. Su rostro aún era una sombra extraña en aquella noche de tormenta, pero la voz que le traía el viento le resultaba extrañamente familiar. A un metro de él, don Pascual se detuvo, alzó su brazo y, al ver lo que la luz le mostraba, perdió el conocimiento y cayó en medio del barro. Instantes después, don Pascual despertó y allí ya no había nadie. Lo que había visto era la cara del hijo que había perdido diez años atrás. Estaba intacto, igual que había abandonado este mundo en dirección al otro. Mantenía su alegre y jovial expresión, y parecía feliz. Extrañamente feliz. Desde aquel día, don Pascual salió cada noche para reencontrarse con su hijo, pero este nunca acudió. Siempre que lo hacía, levantaba los ojos hacia el cielo y veía a las estrellas formando un enjambre. Y en el centro del mismo, una brillaba más que el resto. Y no para el mundo. Brillaba para él..”

En ese momento, la voz de don Casimiro se apagó, deteniendo su relato. La familia le observaba extasiada; hipnotizada por una historia tan irreal y real como las leyendas que viven y mueren en los corazones, alejadas de los ojos que no las quieren ver.

-Bueno, familia, os dejo ya, que se hace tarde y la lluvia no da tregua –dijo don Casimiro, interrumpiendo unos minutos de triste silencio-.
-Quédese a cenar si quiere –atajó Luisa, tal vez esperanzada de que la de don Pascual no era la única historia que ocultaba el anciano-. Hay comida de sobras.
-No, gracias hija. Hace mucho que no paseo bajo la lluvia. Y a veces viene bien para olvidar.. y para recordar.

Una vez dijo eso, don Casimiro desapareció bajo la lluvia dejando un rastro que no se iría en lo que quedaba de noche. Poco cenaron los Díaz. Menos aún Carlos que, escondido entre sus padres, parecía querer ocultarse de la noche. De las leyendas. De don Pascual y su hijo.

Después de una corta tertulia a la luz de una hoguera, la familia se dispuso a acostarse. Carlos, en su cama, se sentía intranquilo. Tal vez era por la historia que había escuchado, o quizás era simplemente que la lluvia no le dejaba dormir, pero las horas pasaron lentamente sin que el joven fuera capaz de conciliar el sueño. Serían las 5 de la mañana cuando se levantó a por agua. Recorrió el pasillo paralizado por el miedo, temeroso de enfrentarse a lo que le perseguía desde esa tarde. Al llegar a la cocina, notó que sus brazos no le respondían y, en lugar de acercarse al grifo, le obligaban a abrir la puerta que daba al exterior. Una vez allí, un extraño olor a tierra mojada le invadió por completo. Dirigió su mirada a lo lejos y vio que alguien le señalaba el cielo. Allí brillaba una estrella con tanta fuerza que ni las nubes la ocultaban. Entonces, volvió a mirar hacia el camino. Pero ya no había nadie.

Ángel (01/01/2004)

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