sábado, 12 de enero de 2008

El Reflejo

“Un mendigo solitario observaba la lluvia en plena noche, a la luz de una farola que barría tinieblas a paso lento. Dirigía firme la vista, buscando diferencias entre las miles de gotas que caían del cielo. A miles de kilómetros, en el lejano Oriente, un anciano de mirada muerta acercaba sus ojos a una rosa para buscar el trazo de una gota de sangre derramada años atrás. Eran fragmentos de una guerra perdida ante una realidad que se diluye, y que sólo muestra su perfil cuando la hacen claudicar.”

EL REFLEJO

En la Iglesia, el padre Cristóbal oculta su rostro tras la telaraña del confesionario. Purga los pecados de sus fieles sin escucharles. Da igual si es de carne o de puñal. Su mente está detenida en una tarde, en la que ordenó a Pablo que saliera a recitar unos salmos, para emoción de la madre e indiferencia de su progenitor, más preocupado del escote de la del colmado que de llorar por su hijo mayor. Al comenzar a leer, la voz de Pablo se extendió por la Iglesia como un coro de ángeles, llenando las paredes de eco infinito y los vellos de la piel de escalofríos. Con la parroquia embelesada, otra voz apareció, uniéndose a la primera, jugando, y confundiendo los oídos sin dejarse ver. Los feligreses, desconcertados, comenzaron a lanzar miradas sin saber a donde mirar. Pablo, sin perder el pulso, sonrió y buscó a Daniel, hasta encontrarlo sentado, en medio de sus padres, con los labios sellados y una extensa sonrisa de pícaro ladrón. Fue la primera señal que vio el pueblo de lo que estaba por venir.

Cerca de la plaza, se encuentra la vieja cancha de baloncesto, tan llena de tradición como vacía de vida. Víctor cierra sus ojos para no verla hundida bajo hierbajos, grietas y pintura desgastada. Poco tarda en percibir sonidos que han quedado atrapados con el paso de los años. Llega tarde hasta él el patinar de unas zapatillas que agotan la pista sin llegar al balón. Después aparece el silbido del viento. Pablo, o tal vez Daniel, acaba de lanzar de tres, provocando un silencio que rinde pleitesía a la sutil caricia de la red. Al final, la explosión, el rugido de la gente tras otra victoria de los gemelos. Cuentan que verles jugar era un regalo, que convertían los partidos en tormentas donde la electricidad era demasiado intensa. Los rivales, impotentes, luchaban contra sus ojos, incapaces de entender por qué tenían delante a quien acababan de dejar atrás. Pablo y Daniel ganaron decenas, cientos de duelos, y dieron tardes de gloria que morirán en los recuerdos.

Nacer para ellos fue como presentarse dos veces ante el mundo o, como dijo una vez Don Salvador, abuelo de los niños y profesor de historia en sus ratos libres, decirle a ese mundo que intentara seguirles con la mirada. Pablo y Daniel nacieron con lentitud, esperándose, aguardando el llanto hasta entonarlo a la vez. El doctor cometió la torpeza de acostarlos juntos, y acabó olvidando quién era quién, y cuál había nacido primero. Daniel fue entregado a su madre como Daniel, aunque jamás se sabrá si en realidad era Pablo, o si realmente era Daniel.

Escasos días necesitaron los dos pequeños para aprender a mirar con los mismos ojos, pensar juntos y sentir en su carne el dolor que dañaba al otro. Supieron que dos pueden ser uno, que al mirarse se reflejaban, y que eran habitantes de una habitación mágica llena de espejos, donde crearon un juego de luces y reflejos en el que todos los que entraban se arriesgaban a no volver.

Quien pasea por la avenida, se detiene en la tercera encina. El viejo árbol sigue mostrando una herida en el tronco. Marcada a navaja, lleva grabada la cita que Daniel tuvo con Inés. Fue en otoño, con lluvia fina bañando sus caricias y el Sol incapaz de mirar. Ambos tenían dieciséis años y los nervios a flor de piel. El primer beso llegó torpe, con ella de puntillas, los ojos cerrados y el cabello muy mojado. Sus labios encontraron los de su amor, y los llenó de miel y fresas. Tres calles al oeste, Pablo lanzaba a canasta. Se detuvo de pronto, invadido por un perfume que conocía muy bien. Era Inés, la pelirroja de ojos pardos a la que observaba a escondidas, y que ahora rasgaba su corazón. Pablo se mordió el labio donde acababa de morir el beso de un traidor, envenenándolo como si hubiera sido mordido por una serpiente de cascabel.

Enloquecido, Pablo echó a correr sin destino. Daniel, tras despedirse de Inés, fue a recoger sus cosas y se dirigió a la cancha, donde había partido. Al llegar, le extrañó no encontrarse con su hermano. Miró a la grada y notó la misma extrañeza en los ojos de sus padres. El juego comenzó, pero no fue como otras veces. Daniel, sin Pablo, tuvo problemas para contener el juego de sus rivales. El partido se complicó y no quiso mostrar el lado de la moneda hasta el final. Faltaban diez segundos y el marcador no daba vencedor. Daniel recibió el balón y buscó ser el héroe. El esférico ardió en sus manos, como una bola de fuego. Se elevó, con los ojos fijos en la cesta, pero el balón se negó a salir. Un rayo cruzó su mente sin avisar. Perdió la mirada y vio a su hermano, sentado en medio de una vía sin parar de llorar. A lo lejos vio un tren, que llegaba imparable, tocando la campana con desesperación. No hubo más, salvo el vuelo de una negra mariposa. Daniel cayó al suelo sin vida y se llevó el color de este mundo con él. En el pueblo, nadie sabe lo que pasó aquella tarde. No lo sabe el párroco, ni Víctor, pero hoy se cumplen ya diez años, y nadie ha sido capaz de olvidarlo.

Ángel.

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