domingo, 20 de abril de 2008

Pan Rancio

Sábado. Llegamos al restaurante. Lleno. Somos 5. Viene el Maitre. -"Media hora, tres cuartos"- Esperamos en la barra, charlando, sin bebida. Echo un vistazo. Tres mesas al alcance de mi mirada. En la esquina, un grupo de mujeres. Un cumpleaños. Tanga y ligero de regalo. Fotos. Posturas. Al la izquierda, una familia. Son 4. No hablan, sólo comen. Tal vez esperaron una hora. En medio, una pareja. Frente a frente. Ante mis ojos, ella y su rostro. Es bella. Atrapa la mano de su acompañante. Le sonríe, con una expresión que mezcla magia y deseo. No cenan; preparan el postre. Vuelvo a la barra. Nos rodean varias personas. A la izquierda, tres casados sin pareja, como ellos se definen. Preparan un viaje a Mallorca. Sin pareja, por supuesto. Hablan de borracheras. Supongo que sin pareja. A la derecha, dos hombres hablan sobre el cuerpo de seguridad. Les acusan de vicios. Uno aprovecha para confesar el suyo. Dice que le encantan las mujeres. Reconoce infidelidades. Se van; ya tienen mesa. Llegan cuatro chicas. Veintitantos, quizás treinta. Beben vino blanco. Las llaman. Nos queda poco.

Nos sentamos a cenar. Ha pasado ya una hora desde que entramos. Tenemos hambre. Pedimos. Llenan nuestros vasos de vino y agua. Nos traen pan. Del día, pero de hace horas. Está rancio. Traen aceitunas. Reparo en el restaurante. Es elegante, con el blanco como bandera. Mesas blancas, paredes blancas, sofás blancos, sillas blancas, camareros vestidos de blanco. Fotos en blanco y negro en las paredes. Fotos de fotógrafos captando algo. A nuestro lado, las cuatro jóvenes. Una yace bajo una capa de bronceado. Todas brindan. Vino y cava. Nos traen la comida. Decepciona. Nos traen el postre. Cumple. No dejamos propina. Bueno, sí. 10 céntimos. Que no se quejen. 1,85 por panecillo. Creo que no volveremos. Una hora de espera para comer pan rancio. Y eso que no hablé de la ensalada. Bon apetit.

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